Page 22 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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Un boleto para el museo del horror
JOSÉ metió la mano en el bolsillo de su pantalón y volvió a revisar el dinero con
el que contaba. Cincuenta pesos. Muy poco, desde su punto de vista. Miguel lo
miró y le dijo:
—Ya. Por más veces que lo vuelvas a contar no aumentará.
—Es que no me va a alcanzar ni para el arranque. Mejor no hubiera venido.
—Yo traigo ochenta pesos. Si te falta, te presto —propuso su amigo, mientras
comía unos esquites.
—La verdad, lo que me patea el hígado es que mi jefe sea tan codo conmigo. A
mí siempre me da una baba y a mi hermano le suelta puro billete sin decir ni pío.
—Ya olvídalo. ¡Mira allá! Ese juego es nuevo.
Frente a ellos se alzaba contra el cielo nocturno el rostro de un payaso en cuyo
contorno se encendían y apagaban decenas de focos de colores. Tenía una
sonrisa ondulante que iba de un extremo de la oreja hasta la otra. A la altura de
su pecho anunciaba con letras verdes: “La casa de la risa”. Grotescas carcajadas
salían de las bocinas a los lados de la entrada.
—¿Entramos? —preguntó Miguel, con cierta emoción en la voz.
—Se me hace que está bien chafa —comentó José, displicente.
La feria se había instalado en un terreno pedregoso, sucio, con hierba crecida,
latas de refresco aplastadas, trozos de llantas, botes vacíos de aceite para autos,
envolturas de celofán y charcos de grasa. A unos metros de donde ellos se
encontraban se alzaba una báscula que desafiaba la fuerza de los visitantes,
quienes debían tomar un martillo y golpear una tapa que disparaba una aguja
hacia arriba en proporción a la fuerza del impacto. A la derecha se ofrecía jugar
al tiro al blanco; por cinco pesos, el encargado, un muchacho muy moreno con el