Page 40 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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—Como no puedo tomar sangre todavía, tomo sangría.


               —Empiezas bien.


               Mientras Mefisto conseguía las cosas en la cocina, Ciro husmeó en el librero.
               Solamente una enciclopedia Grolier, libros de cocina, libros de Snoopy,
               Selecciones y algunos de hierbas medicinales. Nada que valiera la pena, excepto
               un ejemplar viejo de El fugitivo del laboratorio. Lo abrió al azar y leyó:






               La criatura lo tomó de la barbilla con sus dedos despellejados. Miró sus ojos
               saltones —apenas cabían en las reducidas cuencas—, el orificio nasal que
               permitía ver una cavidad mucosa, el hocico lleno de dientes filosos y
               manchados, la lengua verde y bífida como la de una serpiente, la frente muy
               amplia y el cráneo alargado. No supo qué fue mayor, si el miedo o la
               repugnancia. Su piel era verde, pegajosa. César sintió cómo aquellos dedos

               cabezones dejaban un hilo de sustancia babosa en su mentón al contacto con la
               piel. Pero algo tenían esas yemas que arrancaron la carne con la cual tuvieron
               contacto. El ardor y el dolor emanaron de esas áreas. Le dio un puñetazo en la
               mejilla a la criatura y los dedos se hundieron hasta el cartílago. Un chillido
               agudo brotó entonces de aquella garganta cavernosa, y el dolor hizo que la
               criatura le lanzara un manotazo: las filosas uñas directo en el rostro le
               arrancaron la dermis como si se tratara de una hoja de papel.






               Lo cerró. Regresó al sillón. Tronó los dedos, nervioso, sabiendo que se
               aproximaba la hora de conocer personalmente a su autor de cabecera. Había sido
               una suerte dar con Mefisto en la escuela, gracias a una amiga darketa que no
               solía cruzar palabra con nadie y que guardaba celosamente esa información. Le
               tuvo que regalar un murciélago vivo y un ejemplar de Drácula editado en 1946,
               que le costó sangre obtener. Pero valió la pena el sacrificio.


               Mefisto limpió la ceniza de la mesa y puso el plato con papas cubiertas de queso
               y dos vasos con soda sobre ella. Comió. Bebió. Sofocó un eructo.


               —¿A qué horas escribe?


               —A todas horas. Se la pasa encerrado en su estudio y no quiere que nadie lo
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