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Eladio Romero e Iván Romero


                         descendientes de Osmán, sino también a los funciona-
                         rios o grandes visires, siguiendo una costumbre todavía
                         aplicada a finales del siglo xvii. Así, por ejemplo, Kara

                         Mustafá, comandante supremo imperial en 1683, al
                         fracasar en el asedio de Viena, acabó ejecutado por su
                         incompetencia militar. Sólo después de ser estrangulado
                         se le cortó también la cabeza. A principios del siglo xvii
                         hubo quien prefirió rechazar la «honorable muerte» por
                         estrangulación, solicitando a la vez la gracia de ser deca-
                         pitado. Un comportamiento que puede ser considerado
                         como un síntoma del abandono de las antiguas creencias
                         y una mayor adhesión al islam. De hecho, en ese mismo
                         momento se asiste, desde un punto de vista político, a
                         una convergencia de intereses entre los militares, es decir,

                         los siphioğlan y los jenízaros, y los hombres de la ley y la
                         religión (los ulemas), en oposición al partido del harén
                         imperial. Fue entonces cuando, por vez primera, un pode-
                         roso grupo fuertemente islamizado pasó a desempeñar
                         una función determinante en la política otomana, hasta
                         ahora siempre cuidadosa a la hora de separar los intereses
                         del príncipe de los religiosos.
                                No es, pues, casualidad que las sangrientas antiguas
                         tradiciones, hasta ahora aceptadas, o al menos toleradas,

                         comenzaran a ser abandonadas a lo largo del siglo xvi.
                         Antes, las cosas funcionaban de otro modo. Por ejemplo,
                         a principios del siglo xvi, el sultán Bayaceto II bebía en
                         una taza confeccionada con el cráneo de un príncipe persa
                         derrotado a la que se le había añadido una cubierta de oro.
                         El mismo sultán, al igual que su sucesor Selim I, envió en
                         varias ocasiones a soberanos aliados, junto con el anuncio
                         de sus victorias, algunas cabezas de enemigos muertos.
                         Una de estas llegaría a Venecia en 1516, aunque el emba-
                         jador Mustafá, al final de la audiencia, se encontró en el
                         palacio del dux con el macabro regalo en la mano porque

                         nadie había querido recibirlo. En ese momento, se limitó


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