Page 892 - Las enseñanzas secretas de todos los tiempos
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Atlántida, que había dejado de «conocer a los dioses».
En su tratado breve pero admirable titulado Our Flag, Robert Allen Campbell
revive los detalles de un episodio oscuro pero sumamente importante de la historia
estadounidense: el diseño de la bandera de las colonias en 1775. Interviene en el relato
un hombre misterioso, acerca del cual lo único que se sabe es que era conocido tanto
del general George Washington como del doctor Benjamín Franklin. Del tratado de
Campbell se extrae la siguiente descripción:
Aparentemente, era poco lo que se sabía con respecto a este anciano
caballero y en el material a partir del cual se ha compilado esta narración su
nombre no se menciona ni una sola vez, sino que siempre se lo nombra o se
hace referencia a él como «el Profesor». Era evidente que superaba los setenta
años y a menudo hablaba de acontecimientos históricos que habían ocurrido
más de un siglo antes como si hubiera sido testigo de ellos, a pesar de lo cual
se lo veía erguido, vigoroso y activo, fuerte como un roble y lúcido, tan
robusto y lleno de energía en todo sentido como si estuviera en la flor de la
vida. Era alto, de buena figura, desenvuelto y de modales elegantes y era, al
mismo tiempo, cortés, refinado y autoritario. Para aquella época y teniendo en
cuenta las costumbres de los colonos, tenía una forma de vivir bastante
peculiar: no comía carne, aves ni pescado; no se alimentaba de nada que fuera
verde, de ninguna raíz ni de nada que no estuviera maduro; no bebía bebidas
alcohólicas, vino ni cerveza, sino que limitaba su dieta a los cereales y sus
productos a frutas que hubiesen madurado en la planta al sol, frutos secos, té
suave y, para endulzar, miel, azúcar o melaza.
Era muy educado, sumamente culto, dotado de amplia y variada
información y muy estudioso. Dedicaba buena parte de su tiempo al estudio de
una serie de libros viejos y manuscritos antiguos muy excepcionales, que
parecía estar descifrando, traduciendo o reescribiendo. Jamás enseñaba a nadie
aquellos libros y manuscritos ni tampoco sus propios escritos y ni siquiera los
mencionaba en sus conversaciones con la familia, salvo de manera muy
informal, y siempre los guardaba con cuidado bajo llave en un gran arcón
pesado y anticuado de roble, de forma cúbica y recubierto de hierro, cada vez
que salía de su habitación, aunque fuera para comer. A menudo daba largos
paseos solo, se sentaba en la cima de las colinas vecinas o cavilaba en medio
de los prados verdes y salpicados de flores. Gastaba su dinero —del que
disponía en abundancia— con generosidad, pero sin derroche. Era un

