Page 906 - Las enseñanzas secretas de todos los tiempos
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Siguiendo el camino que señalan los sabios, quien busca la verdad llega finalmente a

  la cima del monte de la sabiduría y, al mirar hacia abajo, contempla el panorama de la
  vida que se extiende ante él. Las ciudades de las planicies no son más que motitas y

  por  todas  partes  el  horizonte  queda  oculto  tras  la  bruma  gris  de  lo  Desconocido.

  Entonces el alma se da cuenta de que la sabiduría reside en la amplitud de miras y se

  incrementa  en  función  de  la  perspectiva.  Entonces,  como  los  pensamientos  del
  hombre  lo  elevan  hacia  el  cielo,  las  calles  se  pierden  en  ciudades  las  ciudades  en

  naciones,  las  naciones  en  continentes,  los  continentes  en  la  tierra,  la  tierra  en  el

  espacio y el espacio en la eternidad infinita, hasta que al final solo quedan dos cosas:

  el Yo y la bondad de Dios.
       Si  bien  el  cuerpo  físico  del  hombre  vive  en  él  y  se  mezcla  con  la  multitud

  irresponsable, cuesta pensar que el hombre vive realmente en un mundo propio, un

  mundo  que  ha  descubierto  elevándose  en  comunión  con  las  profundidades  de  su
  propia naturaleza interna. El hombre puede vivir dos vidas. Una es una lucha desde el

  vientre  hasta  la  tumba,  cuya  duración  se  mide  por  algo  que  el  propio  hombre  ha

  creado:  el  tiempo.  Bien  podemos  llamarla  «la  vida  inconsciente».  La  otra  vida  va
  desde  el  entendimiento  hasta  el  infinito.  Comienza  con  la  comprensión,  dura  para

  siempre y se consuma en el plano de la eternidad. Se la llama «la vida filosófica». Los

  filósofos  no  nacen  ni  mueren,  porque,  cuando  llegan  a  darse  cuenta  de  la

  inmortalidad, son inmortales. Cuando han alcanzado la comunión con el Yo, se dan
  cuenta de que en su interior hay un fundamento inmortal que no desaparece. Sobre

  una base viva y vibrante —el Yo— erigen una civilización que perdurará después de

  que el sol, la luna y las estrellas hayan dejado de existir. El tonto no vive más que para

  el presente: el filósofo vive para siempre.
       Una vez que la conciencia racional del hombre hace rodar la piedra y sale de su

  sepulcro,  ya  no  muere  más,  porque  después  del  segundo  nacimiento,  de  carácter

  filosófico, ya no puede desaparecer. No se debe deducir de esto la inmortalidad física,
  sino,  más  bien,  que  el  filósofo  ha  aprendido  que  su  cuerpo  físico  no  es  más  su

  verdadero  Yo,  del  mismo  modo  que  la  tierra  física  no  es  su  verdadero  mundo.

  Cuando se da cuenta de que él y su cuerpo no son lo mismo —que, aunque la forma
  perezca,  la  vida  no  se  pierde—,  alcanza  la  inmortalidad  consciente.  A  aquella

  inmortalidad hacía referencia Sócrates cuando dijo: «Anito y Meleto pueden, sin duda,

  condenarme a muerte, pero no pueden hacerme daño». Para los sabios, la existencia

  física no es más que la habitación exterior de la sala de la vida. Abriendo las puertas
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