Page 123 - Cómo aprendimos a volar (II Edición)
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Aveces la infancia no solo tiene momentos inocen- tes y felices. También están
los momentos sin inocencia y nada felices, o más bien, en los que nos quitan nuestra inocen- cia, felicidad y flexibilidad. Yo tuve varios de esos momentos. Mezclaba los alegres juegos con la necesidad de proteger en nuestra mata de
bambú a mis ñañas
pequeñas de todo
daño y peligro, mi
mamá salía a tra-
bajar y yo asumí la responsabilidad de
cuidarlas y prote-
gerlas de que nadie
les maltrate. No era fácil, mi mamá llegaba cansada del tra- bajo y no crecimos con un padre, entonces yo no tenía ejemplos de cómo cuidar ni tenía a quién contar mis problemas.
No fue fácil la niñez, tam- bién sufrí abusos. Me cuidaba o defendía de unos hombres, pero corría peligro con otros que querían quitarme mi alegría. El primero fue un vecino que un
día me invitó a jugar, cuando yo tenía 6 años, y abusó de mí. Me dijo que no podía decir nada a nadie, porque si decía algo, él les haría daño a mis ñaños, y que igual nadie creería que él había hecho eso. Eso me marcó, por un tiempo no quise salir de casa, me sentía culpable de todo. Mi abuelita, que ya subió
al cielo, nos cuidaba. Las penas y los dolo- res se iban cuando compartía su café y su pancito con nata, todo esto hacía que me olvide de lo que pasaba, sus abrazos eran el consuelo que
calmaba mi alma. Ella me decía que le cuente lo que me pasaba, pero jamás pude.
Una va creciendo y se da cuenta de lo que pasa, y comienza a temer a los hombres. Mientras más adultos, más se aprove- chan. El segundo fue un amigo de mi mamá. Cuando tenía 13 años abusó de mí. Igual que el anterior, me dijo que nadie me creería porque él era un hombre
“Una va creciendo y se da cuenta de lo que pasa, y comienza a temer a los hombres”
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