Page 127 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
mejor que lo que le vino a Andalucía desde el Sur. Ahora he de decir algo que quizá
escandalice; es mejor decirlo en dos palabras: el Fundador de mi Dinastía ayudó a
Fernando III en la conquista de Córdoba. Nuestras crónicas, por supuesto, se abstienen de
mencionarlo; quizá no por vergüenza, que es un sentimiento desconocido en la política, sino
sencillamente porque nada supieron. El pacto se llevó muy en secreto, en previsión de
alteraciones y posteriores conveniencias; pero yo, que he trabajado con algunos secretarios
en los archivos de la Alhambra, como premio a mi afición y a mi escrutinio, he encontrado la
copia de unas paces en que, tras la caída de Córdoba, el Fundador de la Dinastía se alía
con el rey cristiano frente a los musulmanes. El texto, que en un principio me pareció un
error de copia, deja traslucir una misteriosa alusión a otras alianzas anteriores. Los
musulmanes contra los que se firma ese pacto son, por descontado, los de Ibn Hud, que
continuaba malcontentando a todos y perdiendo terreno. No puede discutirse —ya es
demasiado tarde— que el fin justificaba entonces —¿y ahora no?— cualquier medio. Y yo
he de reconocer algo que se desprende de cuanto leo en estos días: nuestro pueblo —y
hasta es probable que tenga la razón— no es muy propenso a heroicidades; aspira a vivir en
cada instante lo mejor posible, se dirige a quien para tal fin le sirva, y olvida con facilidad.
Quizá la sensatez sea poco más que eso.
Con todos estos hábiles manejos, perdiendo por un lado y ganando por otro, el
Fundador se aseguró en Granada un fértil apoyo, y Jaén se le entregó de grado
nuevamente. Su carácter se suavizaba por una vida familiar amable, y enamoró a los
andaluces orientales con su bandera roja. En Almería, en una conjura a la que yo no podría
afirmar que era ajeno mi antepasado, murió asesinado Ibn Hud. Por si era poco, lo asesinó
un cliente suyo, de cuyo nombre quiero dejar constancia aquí como recordatorio de la
traición, que es poco singular entre nosotros y que es plural al lado de los grandes: Ibn al
Ramimi se llamó esta vez el traidor. Desde hacía tiempo, el Fundador era dueño de Baza y
de Guadix; ahora se hizo con Almería, la antigua y prestigiosa capital de los beni sumadí,
tan rica y codiciada, artesanal y marinera, en cuya alcazaba, si es que salgo de aquí, tendré
que ser también un día proclamado. Y Málaga, agotada por las veleidades y deseosa de
estabilidad, se le ofreció en seguida. El Reino, pues, iba alcanzando unas fronteras no muy
diferentes de las que luego tuvo, y algo más dilatadas que las de hoy.
Mientras, los cristianos se aclaraban también; ni nuestra Historia tiene sentido
separada de la de ellos, ni es sólo entre los andaluces donde ocurren las decepciones y los
crímenes. Jaime I el de Aragón y Fernando III el de Castilla eran los que se repartían la
Cristiandad: poco más o menos como nos había sucedido a nosotros con nuestros dos
campeones. Valencia, con Peñíscola y Játiva y Alcira, la conquistó el aragonés; Murcia
estaba aún gobernada por el hijo de Ibn Hud; un sevillano fugitivo de los almohades, Ibn
Mafuz, se apoderó de Niebla; Jerez constituía un pequeño reino, el de Abu Halid... Así las
cosas, los castellanos sintieron por primera vez la pasión por Granada: una pasión
devastadora y prolongada hasta hoy. Para conseguir su amor, aspiraron antes al de Jaén.
Previéndolo, con un golpe de sorpresa, puesto que estaban distraídos en escaramuzas por
Murcia, Mohamed I los atacó en Andújar y en Martos. Allí derrotó al infante Rodrigo,
hermano del rey de Castilla. Pero, recuperados, respondieron con violencia, y Nuño
González, que luego había de ser muy amigo nuestro, cercó y, en menos de dos meses, nos
arrebató Arjona.
Precisamente Arjona, la cuna de esa Dinastía, que, como un niño, apenas empezaba
a soltarse de los brazos maternos. Y, por si fuese escasa tal respuesta, el rey Fernando
resolvió vengarse sobre Jaén. El Fundador la defendía.
La cercó el castellano por hambre; cortó los pasos que la unen a la Vega de Granada,
y se sentó a esperar rezando. Durante siete meses resistió el Fundador; luego, temeroso de
las fieras condiciones que se le habían impuesto a Murcia, se rindió. Es preciso decir, en su
descargo, que también desde dentro fue traicionado: los cristianos, instruidos por sus
espías, atraparon más de mil quinientas acémilas con provisiones, lo que imposibilitó la
resistencia. Qué fácil ha sido, en la tortuosa Historia de la Dinastía, comprar ayudas con
dinero: comparados los amigos y los enemigos, siempre han sido más constantes los
segundos.
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