Page 130 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
primero cola de león, y tener una idea exacta de la propia valía: más exacta aquélla cuanto
ésta más pequeña.
Como era de prever, aquellos veinte años de tregua de Jaén no llegaron al cabo.
Incluso duraron demasiado: lo que tardó “el Fundador” en pisar firme dentro de Granada y
oír el eco de sus pasos.
A los dieciocho años se reanudaron las hostilidades. Unos testimonios aseguran que
fue por el apoyo que prestó “el Fundador” a los mudéjares sevillanos que pretendieron
asesinar a Alfonso X; otros testimonios, que fue por una emboscada tendida por los
cristianos para asesinar a Mohamed I. Cuando la sangre hierve y los contendientes se
estiman preparados, cualquier pretexto es bueno. Yo creo que todos los testimonios tienen
aquí razón: la ruptura se produjo por ambas causas, si bien ignoro cuál de las dos se realizó
antes, o si las dos se simultanearon. El caso es que mi antepasado interpuso otra vez la
religión: solicitó socorro a los mariníes de Marruecos, que habían sustituido definitivamente
a los almohades; ellos le enviaron los primeros Voluntarios de la Fe; se hizo una guerra
santa. En el nombre de Dios fueron protegidos —y, por supuesto, alborotados antes— los
mudéjares de Jerez y de Murcia, que se hallaban en las últimas. Los años de relativa paz
habían reforzado a Mohamed: él era ahora en exclusiva el emir Requerido. Utrera y Lebrija,
a ejemplo de los otros y por las ingerencias del emir, también se sublevaron contra los
cristianos.
Andalucía echó a arder igual que una almenara; el Fundador, robustecido y hábil, fue
quien prendió la mecha. Numerosos pueblos de la frontera se colocaron bajo su custodia. La
Granada se redondeaba grano a grano.
Por poco tiempo. Suegro y yerno cristianos sitiaron y redujeron a Murcia; la redujeron
en todos los sentidos, en los peores sentidos. Y Alfonso X osó atacar Granada. Sin éxito,
pero lo osó, y fue bastante; en Jerez y en Medina Sidonia sí tuvo éxito. La Granada, antes
de granar del todo, empezó a desgranarse y a ceñirse a sus lógicos límites. Porque,
además, a Mohamed, que en otras circunstancias habría reaccionado de modo más tajante,
se le planteó un gravísimo problema; tanto, que afectaba a la misma existencia y
continuidad de la Dinastía. Mohamed había inaugurado el negocio de la política en Arjona
con un cuñado suyo, al que ofreció promesas y ventajas. Los descendientes de su cuñado,
los Beni Asquilula, tenían mejor memoria que Mohamed.
Cuando tomó el acuerdo —consigo mismo, como de costumbre— de nombrar
sucesores suyos a sus propios hijos, y cuando casó a una hija con un sobrino no Asquilula,
sino hijo de su hermano Ismail, que fue en vida gobernador de Málaga, los Beni Asquilula,
no sin cierta razón, opinaron que esa ciudad, que estaba en su poder, les iba a ser
arrebatada. Sin más demora, se hicieron vasallos directos del rey de Castilla, y se
fortificaron en Málaga. El rey Alfonso se sintió encantado de utilizar la vieja táctica cristiana
del ‘divide y vencerás’. Yo reconozco que cualquier arma, por muy sucia que sea, puede ser
empleada por cualquiera: mis antepasados tampoco tuvieron, en ese sentido, ninguna
preferencia.
La práctica de sembrar la discordia ha sido, contra nosotros, el arma más asequible y
la más fructífera: una vez puesta en nuestras manos, nosotros mismos nos encargamos de
que nos haga el mayor daño. Pero es cierto también que los andaluces sólo hemos dejado
de utilizarla contra los cristianos cuando no hemos tenido absolutamente ninguna posibilidad
de hacerlo.
En el caso de los Beni Asquilula sí la tuvimos. El hijo mayor de Mohamed I, el que le
sucedería, consiguió separar a sus primos y a Alfonso X; firmó una paz con éste en Alcalá
de Benzaide [ahora se llama Alcalá la Real]. Fue una paz muy cara: doscientos mil
maravedíes por año, la renuncia a Jerez y a Murcia (ésta y Sevilla eran los ojos del rey), y el
plazo de un año para que los Asquilula se subordinasen. Una paz cara, pero ventajosa
siempre que sus condiciones se cumplieran.
Sin embargo, la última, que era para lo que se hacía, no se cumplió. Alfonso, muy
poco dado a guardar su palabra, escrita o no, se encogió de hombros: según él se trataba
de asuntos familiares.
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