Page 190 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
los sitiadores? Resueltos a conquistar a cualquier precio, han construido un campamento de
piedra; poseen armas muy superiores, y allegan más aún; sus avituallamientos ponen los
dientes largos a los sitiados, cada noche, alrededor del fuego, cantan canciones de amor y
de alegría. El rey Fernando ha resuelto castigar a Baza por resistir en una defensa inútil que
dilata y perturba sus proyectos: quienes sigan vivos serán condenados a esclavitud y
vendidos; sobre la ciudad, asolada, se sembrará la sal. Ésta es la realidad de la situación; lo
demás son enmascaramientos. Tal tragedia no podrá ser evitada —así lo asegura el
general, que lo sabe muy bien— sino con una capitulación rápida que deje a salvo la vida, la
libertad y el honor.
“El Zagal”, abatido, pide la opinión de algunos consejeros; los consejeros han sido
comprados previamente por Yaya con oro castellano. “El Zagal” se aparta a los rincones
más oscuros de la alcazaba: reflexiona golpeándose contra su impotencia; se contradicen su
corazón y su cabeza; sufre la agonía que sólo conocen los gobernantes responsables en los
peores momentos; se desespera. Pasa un día, dos, tres, y no amanece. Yaya sólo lo ve
para atosigarle y urgirle a sentenciar. Una madrugada en la que el frío chorrea por los
muros, llama “el Zagal” a Yaya.
—Haz lo que menos hiera a mis gentes de Baza —le dice con voz estrangulada—.
Que se cumpla la voluntad de Dios. Si Dios no hubiese decretado su pérdida, mi brazo y mi
espada, aun ellos solos, habrían podido defender la ciudad.
Olvidó “el Zagal” que Dios decreta muy pocas cosas, y que su voluntad no siempre
escoge intermediarios dignos para manifestarse; e ignoraba que la sombría labor de Yaya
no había hecho más que empezar. Ya abierta la herida, era preciso empujar la daga hasta la
empuñadura. “El Zagal” está demacrado y tembloroso; su mano ha derramado el agua de la
copa en que bebía; sus ojos insomnes, ribeteados de rojo y con anchas ojeras, no resisten
el peso de los párpados. Yaya pone su mano, de vello rojizo y fino trazo, sobre el hombro
del emir.
—Déjame hablarte, como a mi hermano que eres, del mismo modo que, en las
heladas noches de Baza, me he hablado a mí mismo. Tu espíritu, respetado y querido Abu
Abdalá, no es el más a propósito para resistir esta campaña; una campaña más agotadora
que un desierto y más escarpada que la Sierra Solera. Te aseguro que todos los pasos que
en ella demos se volverán contra nosotros. Las fuerzas de los cristianos son inmensas e
inacabables sus recursos; su ejército está aureolado por el fervor; cada uno de sus hombres
vale por diez de los nuestros hoy en día. Somos inválidos contra ellos; estamos arruinados,
empequeñecidos y rodeados por las traiciones de tu sobrino Boabdil; él, en Granada, es un
simple testaferro de los cristianos, y Granada es la cabeza del Reino.
Cuando rindamos Baza, el rey Fernando se trasladará frente a Guadix o frente
Almería, y, antes de que pase mucho tiempo, arrasará todos tus baluartes. Yo, que lo odio,
sé de lo que es capaz; por eso lo odio... Y no eches en olvido que, por añadidura, tus
generales y tus consejeros son partidarios de una rendición decorosa.
Tú ya hiciste bastante por tu pueblo: te llaman “el Zagal” y han seguido con fe tu
bandera; la han seguido hasta aquí, pero ni un paso más. Mi opinión, Abu Abdalá, es que ha
llegado el temido momento de envainar las espadas para no conducir al pueblo a las
mazmorras de la esclavitud o al frío de las tumbas. Él te venera y te obedecerá; pero no
debes, por soberbia, exigirle más sacrificios de los que hasta ahora le exigiste. Capitula con
los cristianos, emir; ellos otorgarán a tus súbditos honrosas condiciones, tan opuestas a lo
que una guerra a muerte provocaría, y te mantendrán a ti con la altura que tu estirpe y tu
grandeza reclaman. No es hora de batallas, sino de pactos. Te lo dice quien no sabe pactar,
sino luchar. Te lo dice quien menosprecia su muerte, pero no la de sus soldados. Te lo dice
quien te quiere bien, y sabe distinguir cuándo la sangre es útil y cuándo se derrama a
oleadas estériles como en un matadero.
Nadie puede comprender mejor que yo —repito— lo que había de cierto y de incierto
en los razonamientos de Yaya.
Al fin, acorralado “el Zagal” por sus propias dudas, sin asidero alguno, llamó a su
primer secretario. Con una cadavérica inexpresión, le mandó extender una carta
plenipotenciaria a favor de Yaya para tratar con los cristianos en su nombre. Unida la
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