Page 186 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
Con lo cual vino a decirme que comprendía que tampoco yo iba a ajustarme a lo
firmado. Porque cuando se juega el porvenir de un reino, cualquier ardid que se emplee es
comprensible. Aunque la ley de la caballería lo repruebe.
Los atentados contra mi persona se sucedieron en Granada. Apenas había día en que
algún fanático, excitado por las predicaciones de los sacerdotes del “Zagal”, no osara dirigir
sus gritos de amenaza y aun sus armas contra mí. Moraima vivía en medio del terror; cada
mañana me suplicaba que no saliera del palacio. Mi madre, por el contrario, me incitaba —si
es que con el desprecio puede incitarse a alguien— a reaccionar tanto frente a mi tío cuanto
frente a los cristianos; un buen arranque sería, según ella, la matanza de los embajadores,
Gonzalo de Córdoba el primero. Se negaba a aceptar la nulidad de mis posibilidades; a
aceptar que me había convertido en un rey de mentirijillas, cuya táctica había de ser la de la
caña, que se doblega al viento para levantarse a duras penas una vez pasado.
Quiero dejar testimonio de que resistía tan sólo por mi pueblo, no por ambición
personal alguna, ya que las contraprestaciones por mi rendición disminuirían más cuanto
más la aplazase. Si hubiese sido mi idea traicionar a los míos, más fructuoso y descansado
habría sido para mí contentarme con los ofrecimientos del rey y no seguir luchando.
Así las cosas, el tiempo, mi enemigo, era también mi único aliado: esperar que él
volviera las tornas a nuestro favor, o llegara alguna ayuda de las solicitadas, o “el Zagal” se
aviniese a reconciliarse conmigo y a reunir nuestras disponibilidades, o la política
internacional preocupase tanto a Castilla y a Aragón como para poner sus miras en otra
parte, o una decisión del Gran Turco hiciese que Europa entera se uniese contra él
desviando sus ejércitos hacia Oriente. Pero entretanto yo no podía hacer más que esquivar
los atentados y mantenerme vivo. Aunque había momentos en que hubiese preferido
terminar o que me terminaran. Las horas de zozobra eran más largas cada día. En la
Alhambra las noches rebosaban de angustia y soledad, y, si bien hasta el sentido de la
derrota puede convertirse en una rutina, cada mañana traía su propia preocupación, distinta
de la preocupación de la anterior y de la siguiente.
Sin embargo, como para que repusiésemos nuestras fuerzas, nos concedió un respiro
el año 1488; un respiro que sabíamos pasajero, pero que llevó cierta serenidad a nuestras
almas: la serenidad —también lo sabíamos— que precede a los últimos desastres.
Fue debido a una acumulación de circunstancias: el agotamiento de los sevillanos,
tras una larga e ininterrumpida serie de campañas; la propagación de algunas epidemias por
la Andalucía cristiana; el recrudecimiento de las deserciones; la negativa de sus pueblos a
abonar nuevas prestaciones, derramadas sobre ellos demasiado a menudo, y que ya no
eran capaces de cubrir; la rivalidad resurgida con Francia por el Rosellón y la Cerdaña, y la
negativa del Papa a prorrogar las indulgencias de la cruzada si él, con un extraño concepto
de la espiritualidad, no afanaba la mitad de lo recaudado.
Pero aun en la pausa, Fernando tanteó la posibilidad de conquistar Almería. Envió
unas comisiones de reconocimiento ante Yaya al Nagar, a quien “el Zagal” había
encomendado su defensa; Yaya, dudoso y desconfiado, lo hizo fracasar.
Y, como “el Zagal” fortificó Baza y Guadix para rechazar la predecible ofensiva
castellana, Fernando se dirigió a otro lado.
A principios de junio, el marqués de Cádiz y el adelantado de Murcia conquistaron,
casi por sorpresa, Vera. Su capitulación arrastró consigo la de su territorio:
Cuevas, Mojácar, el valle de Almanzora, la sierra de Filabres, los dos Vélez y Níjar; es
decir, la demarcación que se me había asignado en el imaginario tratado de Loja. La
explicación que dio Fernando fue sencilla: yo debía habérselos arrebatado al “Zagal” durante
los ocho meses siguientes a aquella firma, y no lo había hecho.
Esta vez el conquistador fue “generoso”, por tratarse de tierras de mi futuro principado:
sus habitantes pudieron permanecer en sus lugares respectivos con el estatuto de
mudéjares; lo que el rey quería en realidad era subrayar mis amistosas relaciones con él e
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