Page 183 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               abandonase nuestro territorio. [Palabras nada más.  Los efectos de mi solicitud se
               concretaron dos años  después —cuando los reyes sitiaban ya  Baza— en forma de dos
               franciscanos del Santo Sepulcro, que traían cartas del rey de Nápoles y del Papa Inocencio
               VIII aconsejando el fin de la guerra de Granada. La expresión era equívoca: no se sabía con
               exactitud si aconsejaban que los reyes desistiesen de la guerra, o que se apresurasen a
               ganarla.  Luego supe que la reina  otorgó a los franciscanos una pensión de mil ducados
               anuales a título perpetuo y un velo muy rico, que ella misma bordó, para cubrir la tumba del
               profeta Jesús.
                     Además, las amenazas de represalia de  Qait  Bey, aparte de escasas, eran sólo
               verbales. Igual que las advertencias pontificias, porque en 1488, Fernando pidió permiso al
               Papa, que se lo concedió, para venderle al mameluco trigo con que remediar la hambruna
               Siria. Con el precio de ese trigo, Fernando subvino a los gastos de la guerra de Granada.
               Esta venta —decía el raposo en su petición de permisofavorecería a Egipto contra Turquía,
               ‘cuya potencia creciente es la que en verdad nos amenaza’.
                     Como se ve, había demasiados intereses, y todos particulares y encontrados, como
               para que nadie nos ayudase a los andaluces.]

                     A Fernando no le importaba que lloviera sobre mojado en sus traiciones. Endiosado
               por la facilidad de la campaña de Vélez, creyó llegado el día de adueñarse de Málaga. Pero,
               por habérseme sometido, Málaga estaba exenta de su órbita e incluida en mi paz; me quejé
               por medio de Aben Comisa —que la gobernaba en mi nombre— y del alcaide castellano de
               Jerez, en poder nuestro desde lo de la  Ajarquía.  Fernando, hecho de recovecos, me
               respondió que, si bien la alcazaba estaba de mi parte, la fortaleza de Gibralfaro estaba de
               parte del “Zagal”, y mandaba por Agmad “el Zegrí”. Y añadía, como una burla, que en virtud
               de las últimas capitulaciones, me hallaba obligado a enviarle tropas que colaborasen con las
               suyas; su  estrategia era responder a una reclamación con una  exigencia.  Le mandé
               cincuenta cautivos cristianos y la excusa de que sobrada tarea tenía yo con mantenerme en
               Granada. Inmediatamente di órdenes a Aben Comisa de que uniera sus fuerzas a las del
               “Zegrí” —que, con muchísimo menor número de soldados, era mucho mejor  general—
               fingiendo que, por un golpe de mano, éste se había apoderado de la ciudad y de su
               guarnición.

                     Málaga era nuestra ciudad del gozo. Los que nos precedieron habían elegido bien su
               asiento: las vertientes  costeras de una sierra llenas de  vides, de almendros, higueras y
               olivos, y una llanura fértil, resguardada por  ella, al borde mismo de la mar.  Sus dos
               alcázares,  muy anteriores a nosotros, se alzaban dominando el caserío, confiados y
               señeros; se comunicaban entre sí por pasadizos subterráneos, y ostentaban su faro y sus
               banderas ante las admiradas marinerías. La importancia de su comercio y la firmeza de sus
               baluartes la habían convertido en una ciudad orgullosa y despreocupada, entre la hoya que
               riega el Guadalhorce y la montuosa Ajarquía.
                     Durante aquel caluroso verano, yo la recordaba azul y blanca como la vi en mi
               adolescencia, prolongada en sus dos arrabales, ceñida por un cinturón de huertos y
               vergeles, bajo un cielo transparente y templado.  Recordaba los torreones rampantes que
               salvaguardan el barrio de los Genoveses, sus murallas anchas, su coracha, las espigadas
               torres de las atarazanas cuyos pies lamen las olas, sus barrios trepadores y pacíficos, sus
               colinas suaves y su vega cuajadas de naranjos, su invariable primavera, la deleitosa vida de
               sus gentes... Ella sola es un reino: ¿cómo no iba a provocar la avidez?
                     A lo largo de su historia, siempre sucedió así.
                     Los malagueños más ricos entraron —el dinero no tiene religión ni otro ideal que él
               mismo— en clandestinas conversaciones con  Fernando; pero el  Gobernador mandó
               decapitar a quienes pactaban la entrega, entre ellos a un hermano de Aben Comisa. Y a un
               nuevo ofrecimiento del rey, respondió:
                     ’En Aragón y Castilla no hay suficientes tesoros para comprar nuestra fidelidad.’ Ante
               tal negativa, Fernando levantó sus reales de Vélez y se dirigió a Málaga. Era el 7 de mayo

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