Page 179 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
todas las defecciones y de todas las desobediencias, a través de todos los descuidos, por
medio de todos los engaños.
Muy pocos de mis correligionarios prestaron fe a las promesas de paz cristianas;
prácticamente se redujeron a los vecinos del Albayzín. Y como el cauce exclusivo de esa
paz era yo, para obtenerla se convirtieron en acérrimos míos. Cada día denostaban con
improperios a los habitantes de Granada, partidarios del “Zagal”; con ello propiciaron lo que
los reyes Isabel y Fernando perseguían: la rivalidad y la discordia.
Sin embargo, no tardaron ambos bandos en tener una cosa en común: la certidumbre
de que yo era traidor a uno y a otro. Para lo que me proponía —y estaba lejos de saber con
seguridad qué era—, hube de cargar, como primera providencia, con ese sacrificio.
En Granada había dos reinos, delimitados por el río Darro. En calles, en plazas y en
plazuelas se peleaba cotidianamente, aspirando cada partido a alzarse con la ciudad y a
aniquilar al otro. Yo quise apresurar el término de tal desangramiento. Dejé Vélez, y me
presenté una noche en el Albayzín.
Fue el 14 de octubre de 1486.
Mis partidarios se reafirmaron al verme en persona a la salida de la última oración.
Aquella misma noche, de improviso, entre antorchas que iban y venían arrastrando por la
oscuridad ya fresca del otoño sus rojas cabelleras, fui coronado por segunda vez. Un grupo
de muchachos me irguió sobre sus hombros y me subió a lo alto de un aljibe. Allí me quedé
solo una vez más, con ojos húmedos, arropado por los candentes vítores de quienes tanto
me habían aguardado.
—Dios Todopoderoso —gritabante ensalce y te preserve para nosotros.
—Gracias, hijos —les respondí con la espada en una mano y una adarga en la otra—.
Gracias, porque arriesgasteis vuestras vidas para salvar la mía, y porque creísteis en mí con
honor y largueza, y porque supisteis esperar sin desmayo esta hora. Yo os prometo que
vuestro amable coraje no quedará sin galardón.
No creía en nada de lo que les decía; pero traté por su bien de que ellos lo creyeran.
Mandé leer mis pactos en las plazas del arrabal por pregoneros, y brindé protección a
cuantos abrazaran mi causa. El pueblo del otro lado del Darro, recordando lo sucedido en
Loja —¿cómo iban a saber que yo aún estaba preso?—, me tachaba de vendido a los
cristianos y descreía en mí; pero lo cierto es que suspiraba por la paz con la misma
vehemencia que el pueblo del Albayzín.
Mi tío “el Zagal”, que ocupaba la Alhambra, se negó a escuchar los mensajes en que
le proponía una entrevista. Le iba a exponer en ella mi exculpación, mis argumentos, mi
propósito; le iba a ofrecer incluso mi abdicación, si él penetraba los motivos que me
impulsaron a firmar las capitulaciones, con el designio de incumplirlas. Prestó oídos sordos a
todas mis propuestas. Dos días después me declaró la guerra.
Era una mañana profunda y diáfana. Recibí la noticia igual que se recibe un empellón.
Me tambaleé. Apoyé las manos en el antepecho de una ventana; desde ella veía la
Alhambra, enhiesta y recortada sobre la verde Sabica, con su belleza imperturbable. Era
contra ella, que lo simbolizaba todo para mí, contra lo que tenía que luchar. Contuve la
expresión de mi abatimiento, y despedía a los emisarios del “Zagal”. Frente a la amada
colina reflexioné. Dos cosas debía de tener claras: que el emir Abu Abdalá me consideraba
un esbirro al servicio de los cristianos, y que tenía razón Aben Comisa cuando me advirtió
que ahora las victorias habían de ser parciales y diarias, confirmándome en cada situación
con un fragmento de éxito. Tenía que olvidarme de las grandes palabras y de los grandes
ideales: estaban muertos para siempre. Ciertamente no era un destino de héroe ni de
salvador el que la historia me había reservado; tenía que prestarme a cumplir lo mejor
posible el de hormiga calculadora, mal vista y despreciada, que procura, en el silencio y en
la oscuridad, la perduración de su hormiguero.
Envié, en consecuencia, a pregonar mis paces por toda la frontera. Fue entonces
cuando llamé a Hernando de Baeza, luego mi secretario y mi cronista. Él vivía en Alcaudete
y allí fue a pregonar un caballero mudéjar, Bobadilla, con el que mi amigo Abrahén de Mora,
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