Page 180 - El manuscrito Carmesi
P. 180
Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
intérprete mío desde mi primera coronación en Guadix, le mandó una carta. En ella le pedía
en mi nombre que viniese al Albayzín para encargarse de mis conversaciones con los reyes
cristianos, que preveía cada vez más complicadas. Hernando de Baeza juzgó la entrada al
Albayzín demasiado peligrosa, y no aceptó. Lo lamenté, porque lo había conocido cuando
convoqué en Alcaudete a los grandes caballeros andaluces de mi partido poco después de
mi liberación. No acudió casi ninguno, y el jefe de mi guardia, Al Haje, para distraerme, me
habló de un Hernando de Baeza conocido suyo y sabedor del árabe, con el que aquella
triste noche compartimos cena y posada, ofrecidas gentilmente en su casa.
Desatada la lucha entre mi tío y yo, lo mejor era ultimarla cuanto antes para ahorrar
vidas y bienes.
Con tal fin acepté la ayuda de Castilla, y traté de olvidar que quienes habían de morir
tenían nombres, cuñas, hijos y madres; sólo importaba disminuir su número.
Contra la contumacia del “Zagal”, que se disponía a emplear contra mí hasta el último
de sus seguidores.
En efecto, sus ulemas proclamaron que todo el que se aliase con los cristianos o
secundase mis planes sería reo de rebeldía contra Dios y su Mensajero. Así desvirtuaron
una reyerta en una guerra santa, y la religión, en un arma mortal entre los hermanos que la
compartían. Hasta el extremo de que “el Zagal” decidió tomar el Albayzín por asalto,
capitaneando él mismo y su general Riduán Benegas a sus hombres. Convocó para ello a
los granadinos y a los habitantes de los alfoces.
—La sangre y la hacienda de esa gente de ahí enfrente son vuestras. Quienes se
unen a los cristianos no merecen más que la espada y el desprecio —les dijo.
Falseó y deformó mi postura; me acusó públicamente de renegado y corrompido, y
exaltó contra mí a sus partidarios, que eran no sólo los de Granada, sino los de Baza y
Guadix y sus cercanías.
A estos últimos les previno de su plan: mientras los granadinos se abrían paso por la
puerta de Hierro, la de Oneidir, la de Caxtar, el Portillo y la Puerta de Vivalbonuz, el Portillo
de Albaide y la puerta de Abifaz, ellos habían de ascender por el Fargue y atacar la Puerta
de Fajalaúza para de esta manera acosarnos a los del Albayzín por todas partes. Así lo
hicieron.
Yo, al tanto del momento en que iba a producirse la agresión, reuní a mis parciales, y
los arengué para que confiaran en mí un poco a ciegas, porque ni a ellos me era posible
hablarles con toda claridad.
—El principal impedimento para la paz —les dije—, es ahora Abu Abdalá y sus
enloquecidas tropas.
Nos odian más aún que a los cristianos, y pretenden pasarnos a cuchillo y bañar las
calles del Albayzín con nuestra sangre. Sólo hemos dejado de ser hermanos por su afán de
muerte y venganza. Ni en Dios ni en mí, os lo juro, existe otra razón.
Los vecinos del Albayzín, bien ordenados y con el auxilio de Gonzalo de Córdoba —
no al revés, como “el Zagal” me echa en cara—, acudieron a sus puertas, cargaron contra
sus enemigos —ay, llamar así a quienes compartían con nosotros fe, Dios, ciudad, historia,
todo—, y los dispersaron. Yo, desde mi puesto de mando, contemplaba cómo la primera
victoria de mi vida se realizaba contra mis propios súbditos, y cómo el destino juega con los
móviles de los hombres. Los vencidos se retiraron en tumulto, y, desconfiando de sus
propias fuerzas, barrearon sus puertas y portillos. Toda posibilidad de comunicación, incluso
la material, quedaba así excluida.
Mientras las peleas parciales proseguían, y los insultos y las pedreas y los cintarazos
eran diarios, el sultán de la Alhambra convocó a los alcaides de Málaga, Baza, Guadix,
Vélez, Almuñécar y otros distritos. Todos a una se comprometieron a obrar de común
acuerdo y a prestarse mutua asistencia en el caso de que cualquiera fuese atacado por los
enemigos de nuestra religión. Yo traté de enviar representantes míos a esa reunión; traté de
que los alfaquíes de uno y otro bando se entrevistasen para pactar; traté de convencerlos de
mis intenciones, lo que me parecía más fácil ahora que habían sufrido una derrota. Inútil: me
estrellé contra el mutismo del “Zagal”. Envié, pues, a Abul Kasim el Maleh, a quien había
180
Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/