Page 176 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
Hay varios Vélez: para mí sólo hay uno que será inolvidable: aquél en que, frente al
mar, en la más absoluta soledad interior, una noche de la luna creciente de octubre, he
tomado la decisión más grave de mi vida.
Hoy he recibido la noticia de que mi padre ha muerto. Las semanas que precedieron a
su muerte sufrió las alucinaciones más terroríficas y las más espeluznantes pesadillas:
perdió la razón antes que el ser. Ya estamos cara a cara “el Zagal”, el hombre que más amo
y más respeto en este mundo, y yo, “el Zogoibi”. “El Zagal” es incapaz de pactar con los
reyes cristianos: empujará a nuestro pueblo hacia la muerte con los ojos abiertos, hasta el
último hombre y el último dinar. Y yo he llegado ya a la conclusión de que nadie puede
cerrar los ojos; de que nadie puede decir ‘yo soy independiente o soy distinto’, sino que en
toda vida hay un momento en el que tiene que tomarse partido por una causa u otra. Es el
duro momento de elegir. [Fue la vida la que eligió: muy pronto, y exactamente lo contrario de
lo que yo escribí.] Amo y deseo la paz por encima de todo. La paz es la tierra en la que
crecen nuestros hijos, y en la que nosotros somos de verdad nosotros mismos; es la rosa en
la que caben todas las primaveras, y la auténtica benignidad de Dios; la huerta que
trabajamos con sudor y cultivamos, y en la que hemos sembrado la esperanza. ¿Por qué
entonces las guerras? Ahí están siempre, grandes o pequeñas, si es que las hay pequeñas,
porque para cada cual la más grande es la que lo destruye. Donde pongo los ojos, allí están:
mirando con sus cuencas vacías, teniendo sus muñones, con las piernas cortadas,
espantosas e inmóviles. La guerra es más horrible que la muerte; porque la muerte es
natural, pero la guerra no, a pesar de que al hombre, por habitual, se lo parezca. ‘Si quieres
la paz, haz la guerra’, se dice, y es mentira. Tal fue la burda historia de todos los imperios de
este mundo: guerrear con la excusa de la paz; transformar la tierra en un cementerio, y
titularlo paz. Con esa falacia se nos llena la boca. Cada tregua aquí es un descanso para
que los contendientes se laman las heridas y se preparen para ataques más fieros.
Igual que tiembla esta noche el espacio salpicado de estrellas, tiembla la tierra
salpicada de guerras y catástrofes. Sin cesar, sin cesar... ¿Y quién las quiere?
¿Acaso los hombres, que abandonan su casa y su familia, con el corazón volcado a
aquello que abandonan? ¿Acaso los hombres enardecidos por las promesas de un Paraíso
eterno, que borra a su alrededor este modesto y breve paraíso del mundo? ¿Acaso los
hombres a los que se convence de que Dios les exige matar a semejantes suyos en su
nombre? ¿O las mujeres, enlutadas y viudas, que pierden en la guerra la mitad de su vida,
sin la que nunca ya estarán completas? ¿O los niños, único e irrepetible cada uno,
truncados por las guerras, como una lombriz a la que alguien parte en dos, en cinco, en
siete trozos antes de proseguir indiferente? No, no, no. Quienes quieran las guerras son los
mismos que tendrían que extirparlas y levantar la vida de sus pueblos, y mejorarlos y
colmarlos de alegría y de luz y de prosperidad... Pero el pan que les dan les sabe a sangre;
el bienestar escaso que les dan lo construyen sobre los huesos de otros hombres.
Antropófagos somos, como aquellos de que Muley me hablaba, devoradores los unos de los
otros. La victoria siempre consiste en aniquilación: vencer es destruir. ¿Quién habla aquí de
paz?
¿Por qué no puede conseguirse la paz sino con las armas? ¿Por qué las causas más
hermosas son las que no pueden defenderse por sí mismas?
Son los pacíficos quienes tienen que defender la paz, pero ¿quiénes son los
pacíficos?: los humildes, los desarmados, los perseguidos, los compasivos, los sinceros, los
pequeños, es decir, los inútiles.
Los inútiles como yo, que se dejan embaucar a sabiendas, soñando con la paz en sus
noches entrecortadas.
Porque no soy yo quien ha inventado el mundo. Porque no me puedo desentender de
la realidad. Porque no me está permitido sumergirme otra vez en los libros, ni en los vagos
anhelos. Para mí lo escribió Al Mutanabi:
“Si he de vivir, habrá de ser la guerra mi madre; mi hermano, el sable; mi padre, el filo
de la espada.”
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