Page 178 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
III. ALTOS SON Y RELUCÍAN
“—¿Qué castillos son aquéllos?
Altos son y relucían —El Alhambra era, Señor, y la otra la mezquita...” “Romance de
Abenamar”
Han pasado seis años desde que dejé de escribir en estos papeles carmesíes. Ahora
ya tengo tiempo de volver a ellos; lo que me queda ahora es sólo tiempo.
Cuando a un hombre se le impone al nacer una misión, gloriosa o desdichada, su vida
tendría que concluirse cuando se concluyera esa misión. Si no, ¿qué hará con lo que
sobra?: ¿ordenar los recuerdos en la confusa arca de la memoria, trasladar, componer,
recomponer, intentar situarlos, intentar que entre todos configuren una pieza coherente?
Pero eso es imposible, porque la realidad no es ni remotamente parecida al relato que se
hace de ella. Cada cual cuenta aquello que vio, o que se imaginó haber visto, o que deseó
ver; si otro lo contara, lo haría de distinta manera, incluso de una manera opuesta, según
sus impresiones, o según sus propósitos. Y eso, aunque todos actúen con honradez (lo cual
es improbable), y aunque todos actúen con ecuanimidad, sin el único objeto de exponer lo
que, antes de empezar, tenían ya previsto (lo cual es imposible).
Yo estaba hecho de dudas, y los reyes cristianos no tenían ni una sola. Perseguían
algo muy concreto y plausible; lo único que yo podía hacer era oscurecerlo, perturbarlo,
aplazarlo.
El “Zagal”, por el camino de la guerra, no habría conseguido sino destruirnos en más o
menos tiempo: los cristianos tenían muchos más medios que nosotros y, por añadidura, una
irrevocable decisión tomada en el mejor instante, en un instante de entusiasmo y de
renacimiento. El descorazonador estribillo me envolvía una vez y otra vez: ‘Nada tiene
remedio, y todos lo sabemos.’ Sólo cabía la eventualidad —no la certeza— de alargar el
tormento, es decir, de continuar un día más, un mes más, un año más, en la disfrazada
desesperanza en que vivíamos. Las capitulaciones de Córdoba y de Loja habían allanado el
camino a Granada; yo las firmé consciente de su fin, que era precisamente nuestro fin.
A mis partidarios se les concedía en ellas la condición de mudéjares: el derecho a
seguir en sus propias casas, disponer de sus bienes, tener sus mezquitas y casas de
oración, y ser eximidos de pechos, del alojamiento de soldados y de tributos durante diez
años; así como el casi póstumo derecho de marchar a África sin incurrir en sanción y a
costa del erario real.
O sea, dada la cuestión por perdida, se aliviaba la desgracia de los perdedores. A los
partidarios del “Zagal”, por el contrario, no se les otorgaba derecho alguno, y sólo por
merced podrían habitar en los barrios de las ciudades que se habilitasen como morerías.
Mi máxima aspiración consistía no ya en vencer, lo cual era absurdo, sino en ser
vencido con el menor daño. Pero absurdo era también que todas aquellas “generosidades”
con los míos sólo entrarían en vigor cuando yo hubiera entregado Granada y su territorio;
ante todo, debía expulsar de él a mi tío. La sagacidad de Fernando fue aceptada con
resignación por mí, pero sin el ánimo de obligarme, sino de ir contra ella en cada
oportunidad que se me presentara.
En las capitulaciones había cláusulas como ésta: ‘Ganada que sea la ciudad de
Guadix, sus altezas habrán de continuar aparentemente la guerra contra Boabdil como la
hacen ahora contra “el Zagal”, para que así Boabdil pueda cumplir, como impedido por la
fuerza, lo que promete en esta capitulación.’ Se me proporcionaba, pues, la ocasión de
traicionar a mi gente con el aire de protegerla; eso blanqueaba cualquier traición que yo
cometiese contra los que me forzaban a traicionar así. Tal era mi propósito por debajo de
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