Page 177 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí


                     Tengo, pues, que fingir; fingir que sigo siendo como soy, aunque haya decidido, de
               ahora en adelante, ser ya de otra manera. Tengo que desempeñar mi papel de hombre sin
               carácter que a nadie satisface, porque, si alguien llegase a sentirse satisfecho de mí, todo
               estaría perdido. Y es necesario salvar aquello que aún pueda ser salvado.
                     Engañaré a los reyes cristianos, simulando cumplir la cláusula secreta de mi pacto con
               ellos. Engañaré a mi madre, simulando que obedezco sus órdenes con la mansedumbre que
               ella vio siempre en mí. Engañaré a Aben Comisa, que no vive sino para engañarnos a todos
               en busca de su propio beneficio. Engañaré al “Zagal”, simulando entablar con él, si no hay
               otro remedio, una guerra que no podría entablar nunca, porque pienso que es más yo que
               yo mismo: el que yo habría deseado ser. Engañaré a mi pueblo, simulando esperar contra
               toda esperanza, para que no se hunda en la  desesperación.  Me engañaré a mí mismo,
               simulando que aún quedan batallas que reñir y triunfos que alcanzar.  A la única  que no
               engañaré será a  Moraima: sin ella no sería  capaz de emprender este áspero camino de
               simulaciones.
                     Miro los astros esta noche, y colijo que ha de haber otros mundos en que la paz
               florezca. Siento que ellos también me miran, como los ojos de los muertos que han luchado
               por lo que yo tengo que luchar sin convicción alguna. Soy igual que un caballo que en la
               carrera ha perdido a su jinete, y escucha una voz que le dice: ‘Galopa.’ ‘Pero ¿hacia dónde;
               en dónde está la meta?’ ‘Tú galopa’, le ordenan. Y galopa a ciegas, sin porqué ni para qué;
               sin saber quién lo mira, ni quién le habla, ni qué se aguarda de él.
                     Aquí abandono estos papeles, que no debo seguir escribiendo.
                     Fuera de ellos, he de arrostrar mucha faena. No sé si serán obras trascendentales; lo
               único que  sé es que  me son ajenas.  Ha llegado la hora de la generosidad; de una
               generosidad que —lo presiento— nos llevará al mismo lugar al que nos llevaría el egoísmo:
               acaso los  caminos son convergentes todos, y nada cambia, cualquiera que se elija.  Una
               generosidad opuesta en apariencia a la razón; pero ¿qué es la razón sino el envejecimiento
               de la inocencia?  Hoy, cuando acaba mi padre de morir  en la desolación de  la locura,
               recuerdo los ojos de mi hijo Ahmad en Córdoba: me miraba tratando de sentirse orgulloso
               de mí, y el orgullo de un niño es un padre orgulloso. Igual que un niño, he de avanzar desde
               hoy —a impulsos de la ficción, porque no soy un niño— procurando desatender lo que la
               sensatez me dicte; procurando complacer a mi pueblo, que es también otro niño, para que
               crea en mí y descanse en mí. Como si yo fuera lo bastante fuerte para soportar la carga de
               su despreocupación...
                     Esta noche de la luna creciente de octubre, extinguida la fe y perdida la confianza, me
               acobarda el temor de no engañar a nadie: ni a los cristianos, ni a mi madre, ni al “Zagal”, ni a
               mí siquiera; me acobarda el temor de que quizá a la única que consiga engañar sea a
               Moraima.
                     Aquí abandono estos papeles, que de nada han servido.

                     Casi pasado el día, caigo en la cuenta de que he cumplido en él veinticuatro años.





















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