Page 250 - El manuscrito Carmesi
P. 250
Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
tendría falta de consejo quien hiciese más caso de que le besaran la mano que de que le
entregaran un reino.’
El rey, más sagaz y más práctico que mi madre, cedió respecto a lo secundario; ya
había cedido en Córdoba. Se me dijo que yo no había de hacer más que un acatamiento,
que consistiría en sacar un pie del estribo y en llevar mi mano al bonete; en ese momento el
rey me impediría seguir y me abrazaría como a otro rey. Pensé que era mucho más difícil
aprender y ejecutar aquel rito que el que estaba previsto: los movimientos incoados y a
medio concluir siempre me han parecido de gran complicación. Me asaltó la duda de en qué
instante preciso debía detenerme y aguardar la interrupción del rey, sin que la maldad de
éste me dejase colgado en una estúpida postura. Luego pensé que llevaba mucho tiempo
colgado en la peor.
En las fechas posteriores hube de hacer la vista gorda ante ciertos trajines. Supuse —
y así me lo ratificaron Farax y Nasim— que los reyes, por medio de Zafra, de El Pequení y
de El Maleh, enviaban dineros y regalos “para ganar amigos”, como decían ellos, con que
fomentar una opinión favorable entre los alfaquíes y las personas prestigiosas.
El 29 de noviembre, con idéntico fin y con el de empujarme a no demorar mi
información a los granadinos, los reyes dirigieron una carta “a chicos y grandes”. En ella
ratifican —la conservo y la estoy releyendo— su resolución de mantener ejército y real frente
a Granada, “Dios queriendo”. Y advierten que si los ciudadanos con brevedad vienen a su
servicio y les entregan sus fortalezas, “no serán causa de su propia perdición como los de
Málaga, sino que estarán seguros en sus personas y bienes, o de pasar a África”
gratuitamente, después de vender su hacienda a quien les plazca, y podrán salir a labrar sus
heredades, y andar por donde quisieren de sus reinos.
Pero lo importante era el final: señalaban un término de veinte días, desde la data,
para que el común enviase a un representante que capitulara; pasado tal plazo, juraban por
su fe que “no admitirían ni oirían más palabras sobre el asunto, quedando a los destinatarios
de la carta la responsabilidad y culpa de su perdición”.
Contra la ruda idea de los reyes y contra su matrera intención, yo me alegré de que se
entendieran directamente con el pueblo.
El estado de la ciudad, entre las nevadas crecientes de la sierra y los acaparamientos
de provisiones, empeoraba. El 16 de diciembre, muy temprano, vino a verme una comisión
de alfaquíes, alamines de los gremios, jeques, alarifes, viejos y sabios; me suplicaban, sin
aludir en absoluto a la carta de los reyes, como si no hubiese existido, que convocara sin
demora por pregoneros a la gente de la ciudad y que les plantease los auténticos extremos
en que ella se encontraba: subsistencias menguadas y, lo que era más grave, irrenovables
por la intransitabilidad de los caminos y la falta de cultivos y brazos; quebranto del ejército,
por ausencia tanto de caballeros como de peones, y falta de ayudas africanas, en las que
nunca confiamos mucho. También reconocieron, con sonrojo, que habían desertado muchos
granadinos, y que se hallaban sirviendo a los cristianos de exploradores y guías para sus
incursiones.
—Estamos en invierno, señor —añadieron—, y los cristianos han suspendido sus
hostilidades. Si ahora tratamos con ellos, nos escucharán; pero si no lo hacemos, aunque
lográsemos mantenernos hasta la primavera, lo que es irrealizable, reunirían un ejército
mayor con que atacarnos, y entonces estaríamos la ciudad y nosotros al descubierto y sin
seguro frente a su ira. Te rogamos, señor, que digas esto al pueblo.
Yo les respondí que comprendía sus razones, y que, si bien consideraba más
prudente que fuesen ellos, por su predicamento, quienes hablasen con el pueblo, no tenía
inconveniente en ser yo quien lo hiciera, siempre con su sostén y su presencia.
Convoqué la asamblea de ciudadanos para aquella misma tarde en la Tabla, el lugar
donde mi padre se empeñó en celebrar aquel alarde con el que se emprendió el
decaimiento. Subieron gentes de todos los barrios, aun de los más lejanos, a pesar de no
ser a una fiesta a lo que subían, y en sus rostros se echaba de ver que no lo era. Yo no
250
Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/