Page 282 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
—Cuanto quiero está aquí —pasaba su mano por mi barba—; cuanto tengo está aquí.
No te inquietes; no me sucede nada. A veces, cuando se ha deseado mucho y por mucho
tiempo alguna cosa y por fin se nos concede, nos embarga el corazón una cierta soñera.
Hasta a nosotros mismos nos sorprende que no saltemos de gozo. Y no saltamos —sonrió
más—; pero si tú me lo pides, saltaré. —Luego añadió en voz más baja aún—: Con
frecuencia la vida, que es muy descuidada, nos inunda las manos de flores y se olvida de
darnos un florero.
El silencio que siguió a sus palabras fue tan grande que escuché, tras los grillos, el
chasquido del agua en el estanque. Me senté junto a Moraima. Le cogí las manos. Ella, sin
dejar de sonreírme, comenzó a llorar; las lágrimas le mojaban la sonrisa. Yo las besé con
profundo e ignorante respeto.
El Maleh engorda con la inactividad, que no es completa en él pues no cesa jamás de
maquinar.
Por el contrario, Aben Comisa está cada día más enteco y desmedrado: no se halla
bien aquí. Componen, las pocas veces que se les ve juntos, una irrisoria pareja.
Y, cada cual por su lado, traen de Granada noticias poco gratas.
He sabido que el día 1 de mayo, aprovechando sin duda la gentil alegría de la
primavera, los reyes cristianos han dado tres meses de plazo para abandonar sus reinos a
los judíos que no se conviertan.
Pueden sacar sus bienes —me aseguran—; pero no oro, ni plata, ni moneda. ¿Qué
sacarán, entonces: sus casas y sus tierras a cuestas?
¿Se cargarán a la espalda sus sinagogas, sus tiendas, sus caballos?
Cuánta crueldad y cuánta cerrazón.
Aunque el único verdadero Dios sea el suyo, tendrá que castigarlos. Imagino a los
judíos, que habitan en esta Sefarad desde hace dos mil años, trocando un viñedo por un
asno en que transportar a sus hijos; o un palacio, por una carreta; o un huerto, por un lienzo
grueso con que cubrir el arca de sus liturgias. Aquí fundaron su Sión, aquí prosperaron y
colaboraron a la prosperidad de todos. Y ahora les fuerzan, a patadas, a decir adiós; adiós
al sitio en que sus mujeres parieron, y en el que enterraron a sus difuntos; adiós al sitio en el
que basaron su esperanza como una torre sobre piedra.
Sus haciendas, desparramadas; desvanecidas sus familias. Otra vez al desierto; otra
vez a colgar, enmudecidas, sus cítaras de los árboles... Lo que va a ser eterno se acaba en
sólo un día. Sola la fe les queda, y es precisamente la fe a lo que se les exige que
renuncien.
En su cabeza conviene que escarmentemos; en su espejo temo que un día tengamos
que mirarnos.
El Maleh me ha dicho:
—¿Te acuerdas, señor, de aquel menesteroso que me extrañaba ver en el real de
Santa Fe cuando fui a entrevistarme con los reyes? Se parecía a los hidalgos castellanos,
que no tienen qué comer y se las dan de nobles; que hurtan un trozo de tocino y lo devoran
con aire regio, o lo conservan para restregarse a la hora del almuerzo los bigotes y fingir que
han comido.
Era un hombre harapiento, liado en una capa raída, con ojos muy brillantes.
Deambulaba sin dormir, noche y día, por las calles del campamento. Extrañado por su
apariencia, le pregunté a Zafra quién podría ser. ‘Nadie —me contestó—.
Es un loco. Habla de hacer la ruta de las Indias por el lado contrario al que siempre se
usó.
Repite, venga o no a cuento, que la Tierra es redonda. De esas cosas no entiendo;
tengo de sobra con el negocio de Granada. Pero si de mí dependiera, ya lo habría echado.
Porque aquí, no asamos todavía, y ya pringamos. Estos locos no son peligrosos hasta que
se desmandan, o hasta que alguien les fía.’ Pues ahora resulta, señor, que le han dado tres
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