Page 316 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí


                     ‘Responde, Agmat’, repites.
                     ‘¿Cabe en ti tal grandeza sin romperte?’
                     Respóndeme tú a mí: ¿se rompe acaso de dolor tu memoria, triunfante siempre del
               ansiado olvido?
                     Una certeza te apacigua sólo: en el Día de la Resurrección tus ojos se abrirán otra vez
               en Sevilla.
                     Pero para resucitar hay que morir: es lo que más deseas.”

                     Trípoli no ha tardado en caer ni tres meses. Los cristianos ya han puesto sus pies en
               África con fuerza. Y yo bien sé qué difíciles de parar son esos pies.


                     Hoy fue la fiesta del nacimiento del  Profeta.  Le he regalado a  Amina el collar y el
               pectoral que, hace ya tantos años, encargué para Moraima, y que los joyeros granadinos no
               me enviaron hasta después de muerta. Nunca pude figurarme que unas alhajas produjeran
               semejantes transportes de alegría.
                     Hacer feliz  a alguien quizá sea la forma más modesta —pero también la menos
               peligrosa— de acercarnos a la felicidad.

                     Dos estremecimientos recorren el mundo islámico. Para unos, es la esperanza de la
               unión de todas las fuerzas fraternales; para otros, el miedo a que el Gran Turco conquiste él
               solo reinos islámicos que son independientes.
                     ¿Es que no han cesado todavía las fantásticas conquistas del Islam?
                     Para alivio  de mis tribulaciones, los enemigos del  sultán  de  Fez me  instigan a  una
               nueva ilusión. ¿Qué responderles?
                     Desde Bayaceto, que conquistaba Otranto mientras yo fui coronado por primera vez,
               hasta Selim, hay una sucesión de triunfos que asombra al universo. A Selim le llaman “el
               Torvo” o “el Feroz”: mató a su padre, mató a sus hermanos y a los descendientes de ellos,
               mató a tres hijos suyos.
                     Algunos hombres no  saben hacer más que avanzar, no saben mirar más  que
               adelante: ¿son por eso admirables?
                     No lo sé; quizá los pueblos, sin ellos, reptarían. ¿Qué no es turco a estas horas? A
               partir de Constantinopla, un renovado orgullo se despliega: Serbia, Anatolia, Irak, la Arabia
               Desierta, la Pétrea, la Feliz, y Egipto, y Medina, y La Meca y Belgrado.
                     La Cristiandad vuelve a perder el sueño y a temblar con su Papa a la cabeza. Ya Pío
               II, por temor, le ofreció a Mehmed la corona imperial si se convertía; ya Inocencio VIII, por
               temor, acogió en Roma al hermano de Bayaceto.
                     ¿Pierde el sueño la Cristiandad con causa? ¿Se alegran con causa quienes piensan
               que pronto serán turcas la  Berbería entera, y  Sicilia otra vez, y  Cerdeña, y otra vez
               Andalucía? Entre el estremecimiento de júbilo y el de alarma, me pregunto: ¿es lo turco lo
               islámico? Ya pasó para siempre la bienaventuranza de los omeyas y de los abasíes, ¿sobre
               qué, pues, si no sobre la fuerza puede fundarse el nuevo imperio? ¿O es que sentimos la
               religión como habría  de ser sentida? ¿Impidió ella, apenas muerto el  Profeta, que ya el
               tercer califa luchase contra el cuarto? Con razón el Profeta habló más de la guerra santa
               interior que de la exterior. ¿No lo escribió, hace siglos, Ibn Jaldún?: los árabes —y nosotros
               alardeamos de ser como ellos o ellos— son, entre todos los pueblos, los menos propicios a
               subordinarse unos a otros; ásperos, orgullosos y ambiciosos, todos quieren ser jefes; rara
               vez sus propósitos y aspiraciones las logrará concretar y transmitir un portavoz; sólo cuando
               la religión actúa sobre ellos, a través de sus santos y profetas, alguna disciplina mengua su
               rebeldía. Y entonces el orden religioso los sojuzga y aúna en organizaciones comunales,
               hasta que de nuevo surjan entre ellos los odios de las tribus.


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