Page 313 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
que, como estos dos muchachos, nacían destinados sólo a eso. ‘Porque vivir —me decía—
no es continuar vivo, sino participar en el misterio, en las desalmadas siembras de la vida y
en sus recolecciones: crear vida, y no sólo engendrarla.’
¿Acaso por eso están aquí Amín y Amina? ¿Serán ellos el último reducto donde debe
latir mi corazón?
Los animales salvajes y el pueblo menesteroso, si los examinaba con detenimiento,
me dejaban exhausto. Cuando la vida es un irresistible impulso, dirigido con exclusión de lo
demás a no morir, se vuelve incomprensible y rígida, como un deber sordomudo desprovisto
de cualquier recompensa. En la incesante noria, los cangilones se llenan y se vacían de un
agua indiferente; suben y bajan, utilizados o inutilizados sin su consentimiento. ¿Y es vida
eso, ese constante azacaneo, esa persecución del alimento, del cubil, de los hijos? El ser
humano tiene una parte que pertenece a la indómita naturaleza, pero ¿no tiene otra en que
la contradice? El amor, que en apariencia nos empuja a engendrar otra vida, ¿no mueve a
los amantes a quitarse la suya en las mejores ocasiones? El náufrago que se ahoga es más
grande que el mar; porque el náufrago sabe que se muere y el mar no sabe que lo mata.
Sobrevivir; pero ¿hasta dónde?
¿Será la ferocidad la única arma, una ferocidad tan inocente e irracional como la
ternura con que el león lame a sus crías? Sobrevivir a toda costa no es humano. La muerte
es seductora: la primera noche de veras relajada, el dócil almohadón en el que el cuerpo,
con un suspiro, se evade y se disuelve.
Morir es la irremediable meta de la casualidad, la conclusión del no solicitado encargo:
reposar la cabeza, cerrar los ojos, y que cese el miedo. Ay, qué fácil sería: un leve corte en
la vena precisa, y desaparece el temor a un mañana de ataques impensados, de hoscos
aires de enemistad, de derrotas y de envejecimiento; un mañana que desmoronará la
ferocidad imprescindible para sobrevivir, y que nos desamparará bajo la dentellada del más
joven que empieza. Se terminó: el leve corte, y lo oscuro nos arropa con su maternal
connivencia. ¿No será el hombre más hombre si exacerba lo que de menos animal hay en
él: esa capacidad de interrumpir a discreción de su vida? Y, sin embargo, ¿en qué afecta a
la vida que un individuo muera, sea hombre, o fiera, o pez que sigue el ojo bizco de un niño
pequeño?
No sé si eran éstas las razones que me movieron a acercarme, progresiva y
lentamente, a Amín y a Amina, como quien se acerca a unos cachorros huérfanos de tigre.
No sé si fue reemprender una tarea de experiencias y de enseñanzas, o defenderme detrás
de su escudo valeroso, o suministrarle un sentido a toda esta oquedad, o sustituir a mis
propios hijos que ya no están conmigo y que no me respetan, ni acaso me respetaron
nunca, o tratar de que suplanten a una hija nonata que por lo mismo no me ha
decepcionado, o acaso todo junto.
Mejor será no preguntarme si sobrevivir es también ir viviendo de una prórroga en otra.
Me inunda un aluvión de noticias de lo que, a lo largo de estos años, ha ido
sucediendo en Granada. Los musulmanes de allí han podido irse haciendo a la idea; a mí se
me desploma todo encima a la vez, y me abruma. Es cierto que el tiempo diluye y dosifica el
dolor y la vida, y es él quien nos lleva de su mano, con benignidad —si le dan tiempo al
tiempo—, camino de la muerte.
En la plaza de Bibarrambla encendieron una hoguera con libros: los que dejé en la
Alhambra y los hallados en las casas en que, según las capitulaciones, no podían entrar.
Nada se ha respetado: ni la ciencia, ni la filosofía, ni la medicina. Libros que representaban
siglos de amor y de dedicación: nuestras oraciones, nuestras “qasidas”, nuestra mística y
nuestra música. Todo ardió. Si cierro los ojos, veo el humo, ascendiendo como un árbol de
insensatez, de resquemor y de contradicción, clamando hacia el limpio cielo de Granada.
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