Page 308 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
—Un refrán reza —murmuraba yo con prisa—: más vale que digan “aquí huyó” que
“aquí murió”.
Y no pensaba en mí, sino en los granadinos: se acabó el Reino, pero no los hombres.
Sus dedos se clavaron en mi brazo con una fuerza increíble para una mujer tan
anciana y en tales circunstancias.
—No me importa nada de lo que dices —me escupió—. ¿Qué me importa Granada, si
me voy a morir?
Llama al médico. Quiero vivir.
Lo único que me importa es que me estoy muriendo...
Cuando apareció el médico que yo solicité, ella había muerto.
Sólo entonces me di cuenta de cómo se había reducido su cuerpo en todos estos
años. Estaba allí fruncido, como el de una niña chica amohinada. Su rostro, arrugado y
menudo, con todas las facciones apretadas, conservaba aún un gesto de desdén como si,
hasta después de muerta, estuviese encolerizada contra mí.
Ante ella pensé que la historia de los nazaríes ha sido igual que la de cualquier otra
familia, o la de cualquier otra persona; no hay de qué asombrarse, ni causas para elevar una
querella. Algo nace, se eleva, se entusiasma, y después se debilita y cae: eso es todo. Igual
que un juego en el que se apuesta con ilusión, y se gana o se pierde lo apostado; o se gana
y se pierde al mismo tiempo. No se tiene nada firme hasta después, cuando el interés ya ha
caducado; nada se sabe con exactitud hasta que ya pasó.
Se aspira a la felicidad, y en tal aspiración reside acaso la felicidad misma. Como la
vida de cualquier persona: un juego, un amor, una música. ¿Y es que hay un juego, un amor
o una música que no cesen un día?
El médico que no llegó a tiempo para ayudar a mi madre a expirar me visita alguna
tarde. Ayer salimos juntos. A la puerta de una mezquita me indicó:
—Asómate. ¿Ves ese estanque lleno de peces? Ahí traemos a los niños bizcos para
que, siguiendo un pez concreto con los ojos, pongan a trabajar sus nervios y se les corrija el
estrabismo. Es un método indoloro y grato a los bisojos, que juegan y apuestan, y aman
cada cual a un pez como si fuese suyo.
El físico reía. Y, pasada la calle de los notarios, me mostró una plazuela con un
frondoso nogal entronizado en el centro. Al fondo de ella, en un amplio edificio, me dijo que
está el maristán donde se alberga a los locos. Él va de cuando en cuando también a
visitarlos.
—¿Como a mí? —le pregunté.
—Con más frecuencia (con mucha más de la que quisiera) y con muchísima menos
confianza. Confieso que me dan miedo.
—Quizá dan miedo porque sienten miedo.
—La mayor parte son peligrosos en grado sumo —continuó—. Cuando les asalta ese
furor frenético que no repara en nada, procuramos calmarlos tocando desde el patio música
andaluza. Parece que escucharla los aseda. Y hasta hemos observado que mejoran
después de oírla unas cuantas mañanas. Se quedan entre sumisos y alelados, como si el
mismo Dios les tocara en el hombro y les musitara un recado al oído.
—No me extraña —le dije con tristeza—. Por el contrario, lo que a mí me faltaría para
enloquecer definitivamente es escuchar un concierto de esa música andaluza que no he
logrado, ni en sueños, separar de mi oído.
He mandado construir un alcázar cerca del cementerio de los mariníes. Para los
toscos gustos de aquí, se trata de un palacio refinado, réplica de la Alhambra; cualquiera
que conozca la Alhambra comprenderá que nada hay en mi casa que se asemeje a ella. Ni
en mi casa, ni en ningún otro sitio: el alma no se copia.
Eso me dicen los visitantes granadinos, huidos de nuestra ciudad. Eso, y muchas más
cosas.
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