Page 305 - El manuscrito Carmesi
P. 305
Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
Fez es una ciudad en declive; yo sé bien cuándo lo es una ciudad.
Su decadencia política es muy visible: los mariníes han perdido el impulso inicial; aquí
una dinastía no dura mucho sin debilitarse (ni aquí ni en ningún otro sitio). Su declive
económico lo provocan las anarquías y las guerras, que entrecortan los intercambios
comerciales con la Cristiandad. Su declive intelectual, si es que en algún momento estuvo
en alza, es el más evidente. Aunque la fachada es todavía brillante (las ciudades, como la
luz de las estrellas, tardan en apagarse aun después de muertas), tras ella hay un vacío
muy profundo. Un vacío que se acentúa cada día, porque el sultán, en lugar de mirar hacia
el Sur, que es de donde siempre le ha venido el peligro a esta nación, mira a Europa. Sea
como quiera, no es cosa mía.
Salí de Andarax (alguien que los demás tomaban por mí salió de Andarax), sin
levantar los ojos, el día en que cumplí 31 años.
En Adra, a pesar de que el calor se prolongó ese otoño, corría un aire fresco.
No sentía nada, ni ganas de llorar: las despedidas son mi oficio.
En la dársena, tranquila y temblorosa, flotaban dos carracas, ‘horras y libres y francas
de todos los fletes y derechos’: fue la única palabra que cumplieron los reyes con tal de que
me fuera. A la que me habían reservado y a la otra subieron 1.120 personas, entre mi
familia y mis alcaides y las suyas, y los criados de todos.
Mientras lo hacían vi, entre los malecones que forman la bocana, una raya oscura que
separaba la plata del mar libre —ya no mío— de la plata del puerto —ya no mío—.
‘Como una loriga de escamas deslumbrantes —pensé—. El Corán dice que el primero
que vistió una cota de malla fue David.’ Luego pensé:
’¿Para quién pienso?’ Más allá el mar era ya azul. Y el cielo, arriba, azul; sólo unas
nubes desdeñosas. Sobre el horizonte, sin embargo, aún era blanco el cielo.
No quise verlo; me volví. En la tierra, una palmera con largas barbas sin podar.
Alargué la mano señalándola como para decir: ‘No puede descuidarse una palmera así.
¿De quién es la desidia?’ Me contuve; bajé la mano. Aquello nada tenía que ver
conmigo ya. El extremo del velo, llevado por el aire, me cubrió la cara y me rozó los ojos.
Había una excesiva luz, blanca también, aguzada e hiriente.
Los ojos me lloraban. No yo, mis ojos.
Volví otra vez la cara. El pelado paisaje, en sucesivas ondulaciones, crecería desde
las bajas tierras de Almería hasta las alturas próximas a Granada. Desde allí venían hacia el
mar unas nubes espesas. Se insinuó un leve viento. Se estremecieron las velas de las
naves. Yo, también.
En la atalaya de la alcazaba aleteaba el pendón de Castilla.
Lo último que veía de mi Reino andaluz no era hermoso. Agradecí a Dios que no lo
fuera.
El viaje por tierra hasta Fez fue tan duro que mi madre, alegando la fragilidad de los
niños, me rogó que volviéramos grupas y nos quedásemos en cualquier ciudad del Norte.
Yo, hecho a penalidades, no quise ahorrarme ya ninguna.
Cuando llegamos a Fez, nos habían precedido la peste y el hambre que se
propagaron desde Túnez. Muchos de sus moradores, que la dejaban, se cruzaron con
nosotros. A mí me pareció una buena ocasión de terminar; sin embargo, a muchos de mis
acompañantes se les ocurrió que era una prueba a la que Dios sometía a mis leales, y
consideraron llegada la hora de dejar de serlo. Unos se desparramaron por el reino; otros
volvieron a Granada para convencerse de que, tras de lo malo, hay siempre algo peor. Yo
estaba anticipadamente convencido.
En Granada, según he ido sabiendo, los mudéjares están obligados a llevar un capuz
amarillo y una luneta azul sobre el hombro derecho. Los reyes, cuando comprobaron que los
musulmanes más humildes habían decidido permanecer allí, incumplieron una por una todas
305
Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/