Page 42 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
no puede digerirnos a pesar de intentarlo: ésa es también una elemental ley de la
naturaleza.
De ahí que, en los momentos buenos, sintamos la tentación de abrir las puertas de
nuestras juderías para perfeccionarnos, para evitar el estancamiento y la estrangulación;
pero en seguida sucede algo terrible que nos convence de que aún no ha sonado la hora, de
que acaso la hora nunca suene.
Ojalá, cuando llegue la tuya, Boabdil, se te permita ayudarnos; si es que se te permite
dejar de ayudarte a ti mismo.
Habíamos llegado paseando, a las primeras horas de una tarde, ante la Torre del
Homenaje sobre la Puerta de Armas. Ibrahim no se agotaba nunca, una vez tocado su punto
flaco. Señalando la Torre, me dijo:
—¿Conoces la historia del judío que comenzó la construcción de la Alhambra?
—¿Un judío? —pregunté, convencido de que Ibrahim incurría en un apasionamiento
racista.
—Sí; él levantó esa torre, y después se edificaron las demás y todos los palacios.
Escucha. Esta historia pone de manifiesto lo malo y lo bueno de mi pueblo. El predecesor de
Abdalá, el último zirí de que te hablé, fue su abuelo Al Muzafar. Entregándolo a una vida de
crápula, se había adueñado de su reino un judío que comenzó de administrador. Se llamaba
Ibn Nagrela. Gobernaba a su antojo, cuando le salió un contrincante.
Un antiguo esclavo de Almutamid de Sevilla, que formó parte de una conjura contra su
rey, llegó a Granada precedido de fama y reclamado por los esclavos negros del sultán, que
lo erigieron en jefe.
Al Naya, el sevillano, con su creciente influencia, más militar que administrativa,
encelaba a Ibn Nagrela, al que Abdalá en su crónica designa siempre como “el Puerco”.
Pues bien, “el Puerco”, sintiéndose en declive, con el afán de precaverse, calculó que la
solución era ofrecerle Granada al rey de Almería, al Mutasin Ibn Sumadí, que, por
agradecimiento, respetaría sus privilegios. La comunidad judía y sus rabinos le aconsejaron
que tomase sus bienes y se fugase antes de que Al Naya acabara con él; pero Ibn Nagrela
se aferró a su decisión, convencido de que, huyera donde huyera, Al Naya y el sultán lo
perseguirían.
‘Entró, por tanto, en contacto con el rey de Almería, pero éste le exigió avales, porque,
siendo Granada la ciudad mejor defendida, le asustaba una derrota que le haría perder su
propio reino. Ibn Nagrela comenzó sus intrigas: mandó a los castillos principales del reino a
los esclavos negros, a quienes indispuso con Al Naya, ganándoselos con tal
comportamiento: por el contrario, los castillos secundarios los desguarneció para que Ibn
Sumadí pudiese conquistarlos con facilidad. Como el judío y el sevillano, cada cual por su
conveniencia, tenían al sultán placenteramente apartado de la vista del pueblo, comenzaron
los granadinos a creer que había muerto y que el judío les ocultaba la verdad. A Ibn Nagrela
le urgía la toma de Granada por el rey de Almería, que, dueño de bastantes fortalezas
menores, no osaba aún acercarse a la capital. Esta tardanza dio lugar a que el populacho se
rebelara, una vez más, contra los judíos, pretendiendo, una vez más, sacar tajada de ellos.
‘Ibn Nagrela, por si llegaba el caso que llegó, había resuelto construir esta fortaleza
para protegerse con su familia una vez conquistada Granada por el de Almería, hasta que
se apaciguasen los ánimos. Pero el pueblo y los nobles, que sólo en las grandes algaradas
se unen, le atacaron, ayudados y enfervorizados por los esclavos negros, que salieron
borrachos de una reunión pregonando a voces la muerte del sultán. Ibn Nagrela se ingenió
para mostrarlo vivo al gentío, disfrazando para ello a alguien de su casa, desde una ventana
de esa Torre. Pero los esclavos ya habían publicado que el rey de Almería se aproximaba
(lo que no era cierto), y se sumaron en contra demasiados factores: la aversión a los judíos,
la exageración de su perfidia, la generalización a todos de los defectos de unos cuantos y de
la ambición de uno solo, el acaparamiento de cargos y prebendas, la ruptura de las
tradiciones ziríes, y el miedo a una conquista provocada.
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