Page 108 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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—Llegasteis en mal momento, amigos. El sol negro, la más sagrada de las
festividades de los aldeanos, cuando rinden pleitesía a la Gran Oscuridad y a
nosotros, sus moradores. Su estrafalaria y supersticiosa ceremonia en el
dolmen se vio interrumpida por culpa de vuestra intromisión. Este tipo de
interrupciones se castigan con sufrimiento y dolor. Ay, visitantes, mucho me
temo que vuestro don de la oportunidad habrá de traeros la ruina.
Stevens miró a su alrededor por el rabillo del ojo, sondeando las sombras
de los árboles.
—Ya decía yo que no habías venido a tomar el té, tío elegante. Lo que me
gustaría saber es qué va a pasar a continuación.
—Que viviréis entre mi pueblo, naturalmente.
—¿Dónde? ¿Te refieres a la aldea?
—No, ay, no, no, no en la aldea con vuestra gente, el ganado que
engendra nuestros deleites y exquisiteces. No, moraréis en la oscuridad, con
nosotros. Adonde el resto de los amigos que teníais en esta adorable
comunidad fueron llevados anoche mientras vosotros dos pernoctabais
acobardados en aquella cueva. Es usted un tipo astuto y con recursos, señor
Stevens, como la mayoría de sus correligionarios leñadores, tan recios.
Sabremos darle buen uso. Un uso estupendo, maravilloso.
—Adiós, hijo de perra. —Stevens amartilló el percutor.
—No necesariamente —dijo el doctor Kalamov—. Si no podemos teneros
a vosotros, nos conformaremos con vuestros parientes. Tu padre todavía
trabaja en la estafeta de correos de Seattle, ¿me equivoco? Y la buena de tu
madre teje y tiene la cena preparada cuando él llega a casa, esa granja tan
acogedora en la que te criaste, junto a Green Lake. Tu hermano pequeño,
Buddy, trabaja en el ferrocarril en Nevada. Tus sobrinos, Curtis y Kevin,
hacen lo propio en el servicio forestal de Wyoming. Tantos kilómetros de
vallas que arreglar y tan poco tiempo. Las noches son muy oscuras en la
pradera. Quizá prefieras que les hagamos una visita a ellos.
Stevens bajó el rifle, lo dejó caer en el barro. Se acercó al doctor y se situó
a su lado, encorvado y derrotado. El doctor Kalamov le dio una palmadita en
la cabeza. Su mano era tan grande que podría habérsela abarcado entera, de
haber querido, y sus uñas eran tan largas como agujas de punto. Las usó para
pellizcar la oreja de Stevens, que se desprendió y aterrizó entre los arbustos
con un chasquido húmedo. Stevens se tapó el agujero con una mano, gritó y
cayó de rodillas, con regueros de sangre derramándose entre sus dedos. El
doctor Kalamov sonrió, bonachón, y le alborotó los cabellos. Introdujo una
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