Page 18 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
P. 18

por  la  amenaza  de  la  subida  de  la  marea—,  vuelve  a  reparar  en  aquellas

               cositas brillantes que hay entre las algas.
                    Coge una. Nada más tocarla se da cuenta de que quizá no haya sido una
               buena idea, pero al menos no le quema los dedos. Es transparente como el
               cristal, suave como el cristal, fría como el cristal y nudosa. Es más o menos

               del tamaño de una avellana y de un llamativo color verde, con motas blancas
               opacas en lo alto de cada bultito.
                    La  introduce  en  un  vial  para  muestras,  que  cierra  y  etiqueta
               meticulosamente antes de guardárselo en el bolsillo. Con ayuda de las pinzas

               repite el proceso una docena de veces, intentando seleccionar unas cuantas de
               cada  tamaño  y  color.  Son  resistentes:  no  puede  evitar  pisarlas,  pero  no  se
               rompen entre las rocas y las botas. Aun así, las protege con algodón. Todas
               menos la primera. «¿Serán esporas?», se pregunta. «¿O huevos? ¿O alguna

               muda?».
                    Pasan diez minutos, y luego quince.
                    —¡Profesor! —grita el pescador—. ¡Más vale que se dé prisa!
                    Harding se da media vuelta. La brisa se ha convertido en un viento que

               sopla  con  fuerza  y  que  le  enfría  el  cuello  por  encima  de  la  chaqueta  y  las
               muñecas entre los guantes y los puños. El agua que hay entre las rocas y el
               Bluebird  golpea  de  manera  irregular,  con  sus  facetas  coronadas  de  blanco;
               Harding casi puede imaginarse el chirrido de la espátula con la que debieron

               de pintarlas.
                    El cielo hacia el suroeste está oscurecido por un manchurrón en forma de
               palmera  de  un  color  marrón  sucio  y  carmín  de  alizarina.  Los  dedos  se  le
               entumecen de frío.

                    —¡Profesor!
                    Lo  sabe.  Se  le  pasa  por  la  cabeza  que  se  ha  equivocado  al  juzgar  al
               pescador;  Harding  hubiese  jurado  que  aquel  hombre  habría  sido  capaz  de
               abandonarlo a la primera señal de peligro. Ahora desearía recordar su nombre.

                    Desciende  a  duras  penas  por  las  rocas,  baja  los  cubos  y  se  los  pasa
               balanceándolos para que el pescador pueda cogerlos y asegurarlos a bordo.
               Con aquel oleaje, el Bluebird no puede acercarse más a las rocas. Harding va
               a tener que arriesgarse a caer en el agua fría y nadar. Se quita las botas y se

               baja la cremallera de la chaqueta de aviador. Las lanza y el pescador las coge.
               Harding estira los dedos de los pies y flexiona las rodillas: tendrá que dar un
               buen salto para salvar las rocas.
                    El agua lo envuelve, fría como una bala. El impacto le vacía los pulmones

               de aire, a pesar de que había apretado los dientes en previsión. Harding da




                                                       Página 18
   13   14   15   16   17   18   19   20   21   22   23