Page 33 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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Intenta volver corriendo al hostal, pero llega tambaleándose. La puerta del

               porche está cerrada con llave; no quiere ponerse a aporrearla y verse obligado
               a dar explicaciones. Cuando llega dando traspiés a la parte de atrás, descubre
               que alguien —él, probablemente, cuando salió del edificio sumido en alguna
               especie de trance— ha atascado el pestillo con la hoja de un cuaderno. La

               puerta se abre con un tirón y sube por la escalera de servicio doblado en dos
               como un niño o un animal, apoyando las manos en los escalones y con los
               dedos de los pies tan entumecidos que se ve obligado a mirar para ver dónde
               los apoya.

                    Ya  en  su  habitación  llena  la  bañera  de  agua  caliente  y  se  mete  dentro
               confiando en que, por la gracia de Dios, se libre de pillar una pulmonía.
                    Cuando el agua le ha hecho entrar en calor y las manos han dejado de
               temblarle, Harding estira el brazo por encima del borde de hierro fundido de

               la bañera hasta donde está tirado el pijama y, a tientas, saca el vial. La bolita
               ya no brilla.
                    Arranca el corcho con los dientes; aún tiene las manos demasiado torpes.
               El nódulo ya no está frío, pero aun así lo saca con cuidado, dándole un suave

               golpecito.
                    Harding piensa en sí mismo tragado de una pieza. Piensa en un shoggoth
               más grande que el Bluebird, más grande que el Blue Heron, la langostera de
               Burt Clay. Piensa en die Unterseatboote. Piensa en las flotillas de refugiados,

               en la guerra de trincheras y en las neblinosas nubes de gas mostaza. En Gran
               Bretaña y Francia en guerra y en la neutralidad de Roosevelt.
                    Piensa en el arma perfecta.
                    El esclavo perfecto.

                    Cuando hace rodar el nódulo por la palma húmeda de la mano, el hielo
               escarcha toda su superficie. «¿Ordena?». Obediente. Parece contento de poder
               servir.
                    Ni siquiera es libre en su cabeza.

                    Se levanta de la bañera y el agua le chorrea por el pecho y los muslos. No
               podrá aplastar el nódulo con la bota; tendrá que usar los alicates de su equipo
               de recogida. Pero antes debe ponerse en contacto con el shoggoth.
                    En el último momento, vacila. ¿Quién es él para condenar a un mundo

               entero a la guerra? ¿O a la posibilidad de caer bajo el dominio del imperio?
               ¿Quién  es  él  para  acallar  la  voz  de  su  conciencia  a  costa  de  tenderos,
               farmacéuticos,  niños,  madres  y  maestros  que  sufren?  ¿Quién  es  él  para
               imponer su propia ideología por encima de la ideología del shoggoth?







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