Page 53 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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aparcados en la calle ni nada vivo que yo viera. Había un par de contenedores
de basura, una señal de stop y una enorme pila de cajas de cartón que se
habían empapado tantas veces por la lluvia que era difícil decir con exactitud
dónde terminaba una y empezaba la otra. Había un tapacubos.
Cuando llegué por fin al almacén —el almacén convertido en un templo
dedicado a unos dioses medio recordados convertido a su vez en la escena de
un crimen—, me escurrí por el estrecho pasillo que lo separa del abandonado
edificio de transporte y almacenaje de la península de Monterey (construido
en 1924). Había habido por allí una puerta con una cerradura inestable. Si
tenía suerte, pensé, nadie se habría dado cuenta, o si se habían dado cuenta,
tal vez no se habrían molestado en arreglarla. Me latía el corazón a cien por
hora, estaba mareado (hice cuanto pude por culpar al nauseabundo color del
cielo) y tenía un regusto metálico en la parte posterior de la boca, como un
diente recién empastado.
Hacía más frío en el callejón que en la calle Pierce, el sol estaba ya tan
bajo en el oeste que el callejón debía de llevar un rato en la sombra. Quizá
siempre esté oscuro y nunca llegue a calentarse. Vi la puerta lateral justo
donde había esperado encontrarla y me bastaron tres o cuatro minutos de
toquetear el bamboleante pomo de latón para conseguir que se abriera.
Dentro, el almacén estaba más oscuro e incluso más frío que el callejón, y el
aire apestaba a polvo y moho, malos recuerdos y ausencia. Me quedé de pie
en el umbral un par de segundos, pensando en ratas hambrientas y en
vagabundos borrachos, en adictos al crack delirantes empuñando tuberías de
plomo, en telarañas de arañas venenosas. Después inspiré profundamente y
crucé el umbral, saliendo de las sombras y adentrándome en una negrura más
definida, un escalofrío más definitivo, y todas esas amenazas mundanas se
disiparon. Todo se escabulló de mi mente menos Jacova Angevine y sus
seguidores (si uno opta por llamarlos así) vestidos todos de blanco, y esa cosa
que había visto en el altar la otra vez que había estado aquí, cuando el lugar
todavía era el templo de la Puerta Abierta de la Noche.
Le pregunté por aquella cosa una vez, unas pocas semanas antes del final,
la última noche que pasamos juntos. Le pregunté de dónde había venido,
quién la había hecho, y se quedó muy quieta durante un momento,
escuchando el oleaje o simplemente tratando de decidir qué respuesta me
satisfaría. La luz de la luna que entraba por la ventana de hotel me hizo pensar
que igual estaba sonriendo, pero no estaba seguro.
—Es muy antigua —dijo al fin. Para entonces casi me había quedado
dormido y tuve que espabilarme de nuevo—. Nadie que esté vivo recuerda
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