Page 54 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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quién  la  construyó  —continuó  Jacova—.  Pero  no  creo  que  eso  importe,  lo

               único que importa es que se construyó.
                    —Es una puta monstruosidad —murmuré somnoliento—. Lo sabes, ¿no?
                    —Sí, pero también lo es la crucifixión. Y también las estatuas sangrantes
               de la Virgen María y las imágenes de Kali. Y también los dioses con cabezas

               de animal de los egipcios.
                    —Ya, bueno, tampoco quiero inclinarme ante ninguno de esos —contesté,
               o algo por el estilo.
                    —Lo  divino  es  siempre  abominable  —suspiró  y  se  dio  la  vuelta  en  la

               cama, dándome la espalda.
                    Hace solo un momento estaba en el almacén en la calle Pierce, ¿no? Y
               ahora estoy en la cama con la profeta de Salinas. Pero no desesperaré, porque
               no  hay  ninguna  razón  para  centrar  la  atención,  para  adherirse  a  la  ilusión

               restrictiva de una narrativa lineal. Está en camino. Todo este tiempo ha estado
               en camino. Como dijo Job Foster en el capítulo IV de El último usurero de
               Bahía Bodega: «No es más que mi forma de contar historias, ¿vale? Ya lo
               sabes. Empiezo por el principio. No me dejo nada».

                    Eso es una gilipollez, claro. Sospecho que también el desafortunado Job
               Foster  sabía  que  era  una  gilipollez.  No  es  cometido  del  escritor  «contarlo
               todo», ni siquiera decidir qué dejar, sino decidir qué quitar. Lo que queda, la
               exigua suma de esa profana escisión, es la quimera bastarda que llamamos

               «historia». No estoy construyendo, estoy recortando. Y todas las historias, ya
               se  anuncien  como  verdad  o  se  reconozcan  como  falsedad,  son  ficciones,
               escindidas  de  cualquier  hecho  objetivo  por  la  ya  mencionada  acción  de
               recortar. Medio kilo de piel. Un montón de serrín. Fragmentos desechados de

               mármol de Carrara. Y los despojos.
                    Un hombre condenado en un almacén vacío.
                    Dejé la puerta abierta porque, en aquel lugar, no tenía el coraje de cerrarla
               yo mismo. Y ya había dado algunos pasos hacia el interior, acompañado por

               el sonoro crujir de mis zapatos sobre las esquirlas de vidrio de la ventana rota,
               moliendo el cristal hasta convertirlo en polvo, cuando recordé la Maglite que
               llevaba  escondida  dentro  de  mi  chaqueta.  Pero  el  brillo  de  la  linterna  no
               ayudó mucho a que la oscuridad resultara menos sofocante, solo sirvió para

               recordarme el rayo cegador del enorme equipo HMI del Tiburón II, brillando
               con fuerza a través del cieno del fondo del cañón. Ahora, pensé, al menos
               puedo  ver  algo,  si  es  que  hay  algo  que  ver,  y  enseguida  una  voz  mental,
               distinta y menos familiar, me exigió saber por qué demonios querría ver nada.

               La puerta se había abierto ante un pasillo estrecho, paredes de cemento en




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