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pieza se llama "Ojos que no ven, corazón que no siente". Pero en alguna parte
duele. Tal vez en los espacios que separan a las personas."
Beverly se levantó y abrió la cama.
--Ven a acostarte, necesitamos dormir.
--Es-s-está bien.
Y estaba bien, en realidad. Él quería dormir... pero solo no, esa noche. El último
impacto estaba pasando... quizá con demasiada prontitud. Pero en ese momento
se sentía exhausto. Segundo a segundo, la realidad tenía un matiz de sueño. Y a
pesar de su culpabilidad, Bill pensó que ése era un lugar seguro. Podría dormir un
poco entre los brazos de Bev. Quería su calor y su amistad.
Se quitó las medias y la camisa para acostarse junto a ella. Bev se acurrucó
contra él, calientes los pechos, frías las largas piernas. Bill la abrazó notando la
diferencia: el cuerpo de Beverly era más largo que el de Audra, más pleno a la
altura del pecho y de la cadera. Pero era un cuerpo bienvenido.
"Debió haber sido Ben el que estuviese contigo, querida -pensó, soñoliento-.
Creo que así estaba previsto. ¿Por qué no fue Ben?
>Porque fuiste tú en aquella época y eres tú ahora, sencillamente. Porque lo que
gira siempre vuelve al mismo sitio. Creo que fue Bob Dylan quien lo dijo... o tal vez
Ronald Reagan. Y tal vez he sido yo porque Ben está destinado a llevarte a casa."
Beverly se retorció contra él inocentemente (y a pesar de que él huía hacia el
sueño ella lo sintió endurecerse otra vez contra su pierna y se alegró de eso),
buscando sólo su calor. Ella también comenzaba a adormecerse. Su felicidad al
estar con él, después de tantos años, era real. Lo comprendió porque tenía un
regusto amargo.
Tenían esa noche para ellos. Después tendrían que volver a las cloacas y
hallarían a "Eso". El círculo se cerraría enteramente; las vidas presentes se
fundirían con la niñez; serían como criaturas en alguna incomprensible banda de
Moebius.
O morirían allá abajo.
Se volvió. Él deslizó un brazo entre su brazo y su torso para abarcarle un pecho
en el hueco de la mano. Ella no temió que esa mano acabara por darle un fuerte
pellizco.
Sus pensamientos empezaron a desdibujarse a medida que el sueño se
apoderaba de ella. Como siempre, vio coloridas flores silvestres al franquear el
umbral: grandes masas de flores que se balanceaban bajo un cielo azul. Se
borraron, dando paso a una sensación dé caída, el tipo de sensación que, cuando
niña, solía hacerla despertar sudando. Según había leído en sus textos de
psicología de la universidad, los sueños de caída eran comunes en la infancia.
Pero esa vez no despertó con un sobresalto; sentía el peso cálido y consolador
del brazo de Bill y su mano abarcándole el pecho. Pensó que, si caía, al menos no
caería sola.
Por fin tocó suelo y echó a correr: ese sueño, cualquiera que fuese, avanzaba
deprisa. Corrió tras él, persiguiendo el dormir, el silencio, tal vez sólo el tiempo.
Los años pasaban con celeridad. Los años corrían. Si uno giraba en redondo y
corría tras su propia niñez, había que apurar el paso y forzar los pulmones.
Veintinueve: a esa edad se había teñido mechas en el pelo (más deprisa).
Veintidós: se había enamorado de un jugador de fútbol llamado Greg Mallory, que