Page 20 - La sangre manda
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Me saqué el teléfono nuevo del bolsillo (ese teléfono iba conmigo a todas
partes) y llamé a Parmeleau Tractors. Se puso Denise, la recepcionista, y
cuando oyó mi respiración entrecortada, me preguntó si me pasaba algo.
—No, no —dije—, pero tengo que hablar con mi padre ahora mismo.
—De acuerdo, no cuelgues. —Y a continuación añadió—: Parece que
llames desde la luna, Craig.
—Llamo desde mi teléfono móvil. —Dios, me encantaba decir eso.
Denise soltó un resoplido de desaprobación.
—Con la radiación que sueltan esos trastos. Yo no tendría uno por nada
del mundo. No cuelgues.
También mi padre me preguntó qué me pasaba, porque hasta entonces
nunca lo había llamado al trabajo, ni siquiera el día que el autobús del colegio
se marchó sin mí.
—Papá, me ha llegado el rasca del día de San Valentín del señor
Harrigan…
—Si llamas para decirme que has ganado diez dólares, podrías haber
esperado a que…
—¡No, papá, es el gordo! —Y lo era, para lo que por entonces daban los
rascas de un dólar—. ¡He ganado tres mil dólares!
Silencio al otro lado de la línea. Pensé que quizá se había interrumpido la
comunicación. En los móviles de aquellos tiempos, incluso los nuevos, las
llamadas se cortaban continuamente. Mamá Bell no era siempre la mejor de
las madres.
—¿Papá? ¿Sigues ahí?
—Ajá. ¿Estás seguro?
—¡Sí! ¡Lo tengo delante de los ojos! ¡Tres veces tres mil! ¡Uno en la fila
de arriba y dos en la de abajo!
Otra larga pausa, y luego oí a mi padre decir a alguien: «Creo que mi hijo
ha ganado un dinero». Al cabo de un momento volvió a hablarme a mí.
—Guárdalo en algún sitio seguro hasta que llegue a casa.
—¿Dónde?
—¿Qué tal el azucarero de la despensa?
—Sí —dije—. Sí, vale.
—Craig, ¿lo tienes claro? No querría que te llevaras una decepción,
compruébalo otra vez.
Eso hice, convencido por alguna razón de que la duda de mi padre
cambiaría lo que yo había visto; al menos uno de esos tres mil sería ahora otra
cosa. Pero las cifras seguían siendo las mismas.
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