Page 53 - La sangre manda
P. 53

Estaba  vacío  en  aquella  calurosa  mañana  de  verano,  y  fui  derecho  a  la

               tumba del señor Harrigan. La lápida —nada excepcional, una simple losa de
               granito con el nombre y las fechas— seguía en su sitio. Abundaban las flores,
               todas frescas todavía (eso no duraría), la mayoría con tarjetas entre los tallos.
               El  ramo  más  grande,  quizá  procedente  de  los  parterres  del  propio  señor

               Harrigan  —y  por  respeto,  no  por  mezquindad—,  era  de  la  familia  de  Pete
               Bostwick.
                    Me arrodillé, pero no recé. Me saqué el teléfono del bolsillo y lo sostuve
               en la mano. El corazón me latía con tal fuerza e intensidad que veía pequeños

               puntos negros ante los ojos. Fui a mis contactos y lo llamé. A continuación
               aparté  el  teléfono,  apoyé  el  costado  de  la  cara  a  la  tierra  de  la  fosa  recién
               rellenada y escuché con atención. Esperaba oír a Tammy Wynette.
                    Y me pareció oírla, de hecho, aunque debieron de ser imaginaciones mías.

               Su voz tendría que haber traspasado la chaqueta, la tapa del ataúd y casi dos
               metros de tierra. Pero me pareció oírla. No, miento: tuve la certeza de que la
               oía. El teléfono del señor Harrigan cantando «Stand By Your Man» ahí abajo,
               dentro de la tumba.

                    A mi otro oído, el que no tenía pegado al suelo, llegaba la voz del señor
               Harrigan,  muy  débil  pero  audible  en  la  letárgica  quietud  de  aquel  lugar:
               «Ahora  no  atiendo  el  teléfono.  Le  devolveré  la  llamada  si  lo  considero
               oportuno».

                    Sin embargo, no la devolvería, fuera oportuno o no. Estaba muerto.
                    Me marché a casa.





               En septiembre de 2009, empecé la secundaria en el colegio de Gates Falls,
               junto con mis amigos Margie, Regina y Billy. Íbamos hasta allí en un autobús
               pequeño y asendereado, lo que pronto nos valió entre los chicos de Gates el
               jocoso mote de Enanos del Autobús Corto. Con el tiempo crecí (aunque me

               quedé cinco centímetros por debajo del metro ochenta, lo que, digamos, me
               partió  el  corazón),  pero  aquel  primer  día  de  colegio  yo  era  el  más  bajo  de
               octavo.  Lo  cual  me  convertía  en  el  blanco  perfecto  de  Kenny  Yanko,  un
               fornido  camorrista  que  ese  año  repetía  curso  y  cuya  foto  debería  haber

               figurado en el diccionario junto a la palabra «matón».
                    Nuestra  primera  clase  no  fue  en  absoluto  una  clase,  sino  una  asamblea
               para los alumnos nuevos de los pueblos del distrito escolar: Harlow, Motton y
               Shiloh Church. Aquel año (y muchos venideros) el director era un hombre

               alto y desgarbado con una calva tan reluciente que parecía encerada. Era el




                                                       Página 53
   48   49   50   51   52   53   54   55   56   57   58