Page 55 - La sangre manda
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Sin  saber  de  qué  iba  aquello,  la  cogí.  Los  chavales  pasaban

               apresuradamente  por  mi  lado  y  seguían  escaleras  abajo,  algunos  lanzando
               fugaces miradas de soslayo al chico del cabello negro largo.
                    —Echa un vistazo dentro.
                    Obedecí. Contenía un paño, un cepillo y una lata de betún Kiwi. Traté de

               devolverle la bolsa.
                    —Tengo que irme a clase.
                    —Nada de eso, novato. No hasta que me limpies las botas.
                    Ahora ya sabía de qué iba. Era una novatada, y pese a que el director las

               había prohibido de forma expresa esa mañana, estuve a punto de obedecer.
               Pero  pensé  en  todos  aquellos  chicos  que  corrían  escalera  abajo.  Verían  al
               pequeño paleto de Harlow arrodillado con el paño, el cepillo y el betún. Se
               correría la voz. Aun así, tal vez lo habría hecho, porque ese chico era mucho

               más grande que yo, y no me gustaba la expresión de sus ojos. Me encantaría
               hacerte picadillo, decía esa mirada. Dame una excusa, novato.
                    Pensé entonces en lo que pensaría el señor Harrigan si me viera allí de
               rodillas lustrando humildemente los zapatos a aquel palurdo.

                    —No —contesté.
                    —«No» es un puto error que no te conviene cometer —dijo el chico—.
               Más te vale creértelo.
                    —¡Chicos! ¡Eh, chicos! ¿Algún problema?

                    Era la señorita Hargensen, mi profesora de ciencias. Joven y guapa, no
               debía de haber salido hacía mucho de la universidad, pero se comportaba con
               un aplomo que daba a entender que no aceptaba tonterías.
                    El grandullón negó con la cabeza: ningún problema.

                    —Todo en orden —dije, y entregué la bolsa a su dueño.
                    —¿Cómo te llamas? —preguntó la señorita Hargensen. No me miraba a
               mí.
                    —Kenny Yanko.

                    —¿Y qué llevas en esa bolsa, Kenny?
                    —Nada.
                    —No será algo relacionado con una novatada, ¿verdad?
                    —No —contestó Kenny—. Tengo que ir a clase.

                    También yo debía irme. La multitud de chicos que bajaba por la escalera
               empezaba a disminuir, y estaba a punto de sonar el timbre.
                    —No lo dudo, Kenny, pero espera un segundo. —Desplazó la atención
               hacia mí—. Craig, ¿no?

                    —Sí, señorita.




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