Page 69 - La sangre manda
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hicimos amigos, y nuestra amistad ha perdurado hasta el día de hoy, aunque
ahora ya no lo veo tan menudo.
En muchos institutos se representa una obra de teatro en el último curso,
pero no era el caso del Gates. Nosotros preparábamos dos obras al año, y
aunque las organizaba el Club de Teatro, todos los alumnos podían
presentarse a las audiciones. Yo conocía la historia, porque había visto la
versión cinematográfica por la televisión una lluviosa tarde de sábado. Me
gustó, así que probé suerte. La novia de Mike, miembro del Club de Teatro, lo
convenció para que se presentara, y acabó interpretando el papel del homicida
Jonathan Brewster. A mí me asignaron el papel de su escurridizo adlátere, el
doctor Einstein. En la película, ese personaje lo interpretaba Peter Lorre, y yo
hice todo lo posible por hablar como él, diciendo con desdén «Pse, pse» antes
de cada frase. No era una imitación muy buena, pero debo decir que coló
entre el público. En los pueblos, ya se sabe.
Así fue, pues, como nos hicimos amigos Submarino y yo, y también fue
así como me enteré de lo que en verdad le había ocurrido a Kenny Yanko.
Resultó que el reverendo se equivocaba y la necrológica del periódico estaba
en lo cierto. Realmente había sido un accidente.
Durante el intermedio entre el primer acto y el segundo del ensayo
general, yo estaba delante de la máquina de Coca-Cola, que se había tragado
mis setenta y cinco centavos y no me daba nada a cambio. Submarino se
apartó de su novia, se acercó y asestó a la máquina un fuerte golpe con la
palma de la mano en el ángulo superior derecho. De inmediato cayó en la
bandeja una lata de Coca-Cola.
—Gracias —dije.
—De nada. Solo tienes que acordarte de golpear justo ahí, en el ángulo.
Contesté que lo tendría en cuenta, aunque dudé que fuera capaz de golpear
con la misma fuerza.
—Ah, oye, me enteré de que tuviste problemas con aquel Yanko. ¿Es
verdad?
No tenía sentido desmentirlo —Billy y las dos chicas se habían ido de la
lengua—, y de hecho no había ninguna razón para eso después de tanto
tiempo. Así que contesté que sí, que era verdad, y le expliqué que me había
negado a lustrarle las botas y lo que había ocurrido a continuación.
—¿Quieres saber cómo murió?
—Me han llegado unas cien versiones distintas. ¿Tú tienes otra?
—Yo tengo la verdad, coleguita. Ya sabes quién es mi padre, ¿no?
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