Page 87 - La sangre manda
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parachoques y manos en alto con el dedo medio extendido. Tuvo que esperar
diez minutos en el cruce de Main con Market, con lo que dispuso de tiempo
de sobra para fijarse en el cartel publicitario instalado en lo alto del edificio
del Midwest Trust.
Hasta ese día era un anuncio de una compañía aérea, Delta o Southwest,
Marty no recordaba cuál. Esa tarde la alegre tripulación de auxiliares de vuelo
cogidos del brazo había dado paso a una fotografía de un hombre de cara
redonda con gafas de montura negra a juego con su cabello negro y bien
peinado. Sentado a una mesa con un bolígrafo en la mano, no llevaba
chaqueta pero sí camisa blanca y corbata con un nudo impecable. En la mano
con la que sujetaba el bolígrafo tenía una cicatriz en forma de media luna que
por alguna razón no habían retocado en la foto. Tenía aspecto de contable, a
juicio de Marty. Dirigía una sonrisa exultante al colapsado tráfico vespertino
desde su elevada atalaya en el edificio del banco. Por encima de su cabeza se
leía, en letras azules: CHARLES KRANTZ. Debajo del escritorio, en rojo,
ponía: ¡39 MAGNÍFICOS AÑOS! ¡GRACIAS, CHUCK!
Marty nunca había oído hablar de Charles Krantz, «Chuck», pero supuso
que había sido un pez gordo en el Midwest Trust para merecer una foto de
jubilación en un cartel iluminado que medía unos cinco metros de alto por
quince de ancho. Y si había trabajado casi cuarenta años, la foto debía de ser
antigua, o de lo contrario habría tenido canas.
—O se habría quedado calvo —dijo Marty, y se atusó su propio cabello,
ya escaso.
Cinco minutos después, en el cruce principal del centro, se abrió ante él
un hueco momentáneo y se arriesgó a aprovechar la oportunidad. Se coló por
ese resquicio con su Prius, tensándose en espera de una posible colisión e
indiferente al puño amenazador de un hombre que se vio obligado a frenar en
seco para evitar por escasos centímetros una embestida lateral.
En lo alto de Main Street encontró otro embotellamiento y de nuevo
eludió un accidente por muy poco. Para cuando llegó a casa, se había
olvidado por completo del cartel. Entró en el garaje, pulsó el botón que bajaba
la puerta y se quedó allí sentado durante un minuto largo, respirando hondo y
procurando no pensar que a la mañana siguiente tendría que volver a pasar
por el mismo suplicio. Con la ronda cerrada, no había alternativa. Eso si
quería ir a trabajar, claro, y en ese momento la opción de tomarse un día de
baja por enfermedad (acumulaba ya muchos de esos) se le antojaba más
atractiva.
—No sería el único —dijo al garaje vacío.
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