Page 82 - La sangre manda
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Dediqué tres días a esa pequeña investigación. Cuando regresé, mi padre me
               preguntó si había disfrutado de mis minivacaciones. Le contesté que sí. Me
               miró  con  atención  y  preguntó  si  pasaba  algo.  Dije  que  no,  sin  saber  si  era

               mentira o no.
                    Parte  de  mí  aún  creía  que  Kenny  Yanko  había  muerto  de  manera
               accidental,  y  que  Dean  Whitmore  se  había  suicidado,  posiblemente  por  un
               sentimiento de culpabilidad. Traté de imaginar cómo podía el señor Harrigan

               habérseles aparecido y haber causado sus muertes, y me fue imposible. Si de
               verdad había ocurrido eso, yo era cómplice de asesinato, no desde un punto de
               vista  legal  pero  sí  moral.  A  fin  de  cuentas,  había  deseado  la  muerte  de
               Whitmore. Probablemente, en el fondo de mi alma, también la de Kenny.

                    —¿Seguro? —dijo mi padre. Aún mantenía la mirada fija en mí, y con la
               expresión escrutadora que, como yo bien recordaba, me dirigía en mi primera
               infancia cuando acababa de hacer alguna trastada.
                    —Totalmente —respondí.

                    —Vale, pero, si necesitas hablar, aquí me tienes.
                    Sí, y yo daba gracias a Dios por eso, pero aquello era algo de lo que no
               podía hablar. No sin dar la impresión de que estaba loco.
                    Entré  en  mi  habitación  y  cogí  el  viejo  iPhone  del  estante  del  armario.

               Conservaba la carga de un modo admirable. ¿Por qué hice eso exactamente?
               ¿Me  proponía  telefonearlo  a  la  tumba  para  darle  las  gracias?  ¿Para
               preguntarle si de verdad estaba allí? No lo recuerdo, y supongo que tampoco
               importa,  porque  no  llamé.  Cuando  encendí  el  teléfono,  vi  que  tenía  un

               mensaje de reypirata1. Pulsé con dedo trémulo para abrirlo y leí lo siguiente:
               C C C sT.
                    Mientras  lo  miraba,  barajé  una  posibilidad  que  ni  siquiera  se  me  había
               pasado por la cabeza antes de ese día de finales de verano. ¿Y si de algún

               modo yo retenía como rehén al señor Harrigan? ¿Atado a mis preocupaciones
               terrenas mediante el teléfono que le había metido en el bolsillo de la chaqueta
               antes  de  que  cerrasen  la  tapa  del  ataúd?  ¿Y  si  lo  que  le  había  pedido  le
               causaba daño? ¿Quizá incluso lo atormentaba?

                    No es probable, pensé. Recuerda lo que te contó la señora Grogan sobre
               Dusty Bilodeau. Dijo que, después de robar al señor Harrigan, no lo habría
               contratado ni el viejo Dorrance Marstellar para retirar la mierda de gallina
               de su granero a paladas. Él se encargó de eso.







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