Page 77 - La sangre manda
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a su club de ornitología. Cuando solicité plaza en la universidad, me escribió
una recomendación.
A mí me había escrito otra.
—Es injusto —comentó Submarino—. Simplemente hacían un viaje en
moto. —Guardó silencio un momento—. Y además llevaban casco.
Billy parecía el mismo de siempre, pero a Margie y a Regina se las veía
mayores, casi mujeres con el maquillaje y los vestidos de jóvenes adultas. Me
abrazaron delante de la iglesia cuando terminó el oficio.
—¿Te acuerdas de cómo te cuidó la noche de la paliza? —preguntó
Regina.
—Sí —dije.
—Me dejó usar su crema de manos —añadió Regina, y se echó a llorar de
nuevo.
—Espero que aparten a ese individuo de la circulación para siempre —
dijo Margie con vehemencia.
—Lo suscribo —contestó Submarino—. Que lo encierren y tiren la llave.
—Así será —afirmé, pero, por supuesto, yo me equivocaba y Dave estaba
en lo cierto.
Dean Whitmore compareció en el juzgado aquel mes de julio. Lo condenaron
a cuatro años, pena que cumpliría en libertad condicional si accedía a
someterse a rehabilitación y a análisis de orina aleatorios durante esos cuatro
años. Para entonces yo volvía a trabajar para el Enterprise, y como empleado
remunerado (solo a tiempo parcial, pero no estaba nada mal). Me habían
endosado los asuntos de la comunidad y algún que otro reportaje. El día
siguiente a la sentencia de Whitmore —si podía denominarse así—, expresé
mi indignación a Dave Gardener.
—Ya lo sé, es una mierda —dijo—. Pero tienes que hacerte mayor,
Craigy. Vivimos en el mundo real, donde el dinero habla y la gente escucha.
En el caso Whitmore, en algún punto del proceso el dinero ha cambiado de
manos. Dalo por hecho. Bueno, ¿y no se supone que tendrías que entregarme
cuatrocientas palabras sobre la feria de artesanía?
Un centro de rehabilitación —posiblemente con pista de tenis y green
para practicar el golf— no bastaba. Cuatro años de controles de orina no
bastaban, y menos cuando podías pagar a alguien para que proporcionara
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