Page 76 - La sangre manda
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crónicas deportivas y reseñas cinematográficas. Cuando telefoneé a Dave
Gardener, el redactor jefe, me dio cierta información que el Enterprise no
había publicado. Dean Whitmore había sido detenido un total de cuatro veces
por conducir bajo los efectos del alcohol, pero su padre era un gran gestor de
fondos de inversión libre (cómo odiada el señor Harrigan a esos trepas), y las
tres veces anteriores había contratado abogados caros para ocuparse de la
defensa de Whitmore. La cuarta, después de estrellarse contra la fachada
lateral de un Zoney’s Go-Mart en Hingham, había eludido la cárcel pero
perdido el carnet. Conducía sin carnet y bajo los efectos del alcohol cuando
arrolló la moto de los Corliss. «Como una cuba», fue como lo expresó Dave.
—Saldrá de esta con un rapapolvo y poco más —auguró Dave—. Su papá
se encargará. Ya verás.
—Ni hablar. —La mera idea de que eso ocurriese me revolvió el
estómago—. Si tu información es correcta, se trata de un caso claro de
homicidio por imprudencia grave.
—Ya lo verás —repitió él.
Los funerales se celebraron en Saint Anne, la iglesia a la que tanto la señorita
Hargensen —me resultaba imposible pensar en ella como Victoria— como su
marido habían asistido durante la mayor parte de su vida, y en la que habían
contraído matrimonio. El señor Harrigan había sido rico, un hombre
influyente durante años en el mundo de los negocios de Estados Unidos, pero
en el funeral de Ted y Victoria Corliss había mucha más gente. Saint Anne es
una iglesia grande y, sin embargo, ese día no cabía un alma, y si el padre
Ingersoll no hubiese dispuesto de un micrófono, nadie lo habría oído en
medio de tanto sollozo. Los dos habían sido profesores muy queridos. Se
habían casado por amor y, además, eran jóvenes.
Lo mismo que la mayoría de los asistentes. Yo estaba allí; Regina y
Margie estaban allí; Billy Bogan estaba allí; también estaba Submarino, que
había viajado expresamente desde la Universidad Estatal de Florida, donde
jugaba al béisbol en primera división. Submarino y yo nos sentamos juntos.
No puede decirse que llorara, pero tenía los ojos enrojecidos, y semejante
hombretón se sorbía la nariz.
—¿La tuviste alguna vez como profesora? —pregunté en un susurro.
—En bío II —contestó él, también en un susurro—. En último curso.
Necesitaba la asignatura para graduarme. Me regaló el aprobado. Y me apunté
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