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Poesía de los ochenta
Testimonio del poeta
Casimiro
Ramírez Tenorio
arece curioso, pero, casi siempre, es algún acontecimiento intrascendente, en apa-
riencia extraño para nosotros, el que deja rodar la esfera de nuestra historia indivi-
dual sobre los horizontes de la tierra. ¿Cuándo empieza a rodar esta extraña esfera
Ppara un individuo como yo?, me pregunto. ¿Cuándo? Me alarma ahora la fl aca
consistencia del tiempo para atestiguar aquel acontecimiento preciso en el que empecé a
ser lo que ahora soy. ¿Desde cuándo? Mi abuela decía que para ser alguien no basta con
haber nacido, sino que, a veces ya se es alguien desde mucho antes de nacer o que también
se es nadie, incluso, durante toda la vida.
Trato ahora de encontrar ese acontecimiento primordial en mi pasado, y el primer re-
cuerdo que llega a mi memoria es el de una tarde en la que veo descender, por primera
vez, de uno de los camiones que diariamente llegaban a Colasay, a una mujer que busca
a alguien entre la escasa gente del paradero. No sabíamos a quién buscaba y entendíamos
muy poco de lo que intentaba decirnos, hasta que finalmente ella misma levantó su mo-
chila verde-olivo y avanzó hacia la plaza del poblado en el que aquella primera imagen
había quedado perdida hasta el día de hoy. Llevaba puestos un jean azul, ajado más de lo
que hubiera podido ajarse en un solo viaje, una casaca de cuero negro y unos escandalo-
sos botines de charol marrón que se tragaban las mangas del pantalón hasta las rodillas.
Me deslumbraron sobre todo sus ojos azules y sus cabellos sueltos que, a pesar de estar
maltratados por el polvo y el viento de una jornada de viaje, le cubrían casi toda la espalda 65
con una áurea transparencia cuando el sol de la tarde los incendiaba desde las montañas
lejanas.
Aquella tarde, cuando miré en la profundidad de los ojos de la mujer de la que es-
toy hablando (escribiendo), vi (creo haber visto) un extraño paraíso que, por inaccesible,
me pareció inhóspito e intraducible, bañado además por una tristeza crepuscular. Incluso
ahora, cuando cierro los ojos, puedo ver la rojiza claridad de aquel territorio vedado para
mí, desde donde una dolorosa luz se desparramaba no solo a todos los horizontes de la
tierra, sino también a todas las aristas de mi vida. Desde entonces, me convertí en un ex-
traño ser bifronte, y siempre que imaginé una mujer, nunca más pude imaginarla con un
cuerpo, unos cabellos y un color de piel que no fueran los de ella, que, más que una mujer,
era todo ese bagaje de superestructuras, esa pirotecnia de la fatalidad, que ha resultado ser
para nosotros la cultura de Occidente.
Con esa bifrontalidad indeleble en la mirada, despedí a la niñez y a la adolescencia;
llegué a Lima e ingresé a San Marcos en el año 82. La Decana era, de algún modo, la ruta