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Poesía de los ochenta
más segura de mi tránsito hacia el misterioso reino de aquella mujer que se había erigido
como mi Bien perdido en las neblinas de la niñez. Su imagen mítica refulgía en el horizon-
te como uno de esos castillos de la infancia donde todo se regía por un orden casi perfecto.
Sin embargo, a los pocos días de entrar y salir a, y de, la ciudad universitaria, ya como
cachimbo, esa imagen se fue quebrando vertiginosamente. Ventanas llenas de polvo, fa-
chadas garabateadas con todo tipo de consignas, vidrios rotos, jardines hechos un erial,
puertas rotas, carpetas destruidas. ¿Dónde estaba la universidad más antigua de América
a la que tanto me costó ingresar?
Fue así como la San Marcos legendaria desapareció ante mis ojos como institución míti-
ca, para volverse el reino del desencanto. Y en ese reino, en esa imagen del desastre que no
despertaba en mí ningún afecto ni promesa alguna, solo podía ver a mis profesores como
imágenes borrosas que más que inspirarme admiración, me provocaban una mezcla de
afecto y compasión sombríos. También a ellos, como a nosotros los estudiantes, les estaba
aplastando el desorden y el desgobierno de la universidad. Solo algunos mantenían el áni-
mo alegre y optimista. Los demás eran como los mecheros de Bunsen apagados, sobre los
que de vez en cuando caía una chispa de no se sospechaba dónde, ardía un momento con
el poco combustible que encontraba y se apagaba después. Brillaban por un corto tiempo,
pero con un brillo triste, sin vida y sin convicción alguna. Durante todos esos años no hay
música en mis recuerdos más allá del monótono ritmo del bombo y las zampoñas de un
grupo de estudiantes que todos los días desde las seis de la tarde hasta no se sabía hasta
qué horas de la noche, bombardeaban el cerebro de los estudiantes de las facultades de
Educación y Humanidades hasta hacer casi imposible escuchar las clases que con mucho
esfuerzo llegaban a dictar los profesores. Y las parrilladas y polladas que, con altoparlan-
tes y decenas de cajas de cerveza, organizaban los estudiantes de Educación todos los vier-
nes y sábados en el patio del segundo piso de la que hoy es la Facultad de Humanidades
y que entonces albergaba a la Facultad de Educación.
Alguna vez, en esos años, dos estudiantes de Comunicación se me acercaron para pe-
dirme una opinión sobre la universidad y yo les dije que veía una universidad en de-
cadencia en la que todas las cosas se caían sin que nadie se dignara a levantarlas. Por
mala suerte, esa opinión apareció publicada con una pequeña foto mía en una conocida
revista limeña, y el grupo de amigos con el que compartía algunas afinidades literarias,
filoizquierdistas que ni siquiera se atrevían a militar en algún partido, me recriminaron
el haber hablado de ese modo de una universidad como la Decana de América. ¿Por qué,
decían, no había hablado del vigoroso movimiento estudiantil y de otros movimientos que
estaban surgiendo en las aulas sanmarquinas? Sí, en esas aulas que nadie barría y que es-
taban pintarrajeadas hasta el asco con consignas políticas y de todo tipo. Y el movimiento
66 estudiantil, que no era uno solo sino infinidad de camarillas que más que luchar por los
intereses de los estudiantes luchaban a muerte con porras y cadenas por cualquier motivo
banal como unos cuantos metros de fachada en alguna facultad para pintar un muro con
sus consignas o por la dirigencia del comité de comensales en el comedor universitario o
el centro de estudiantes de un programa académico.
¿Dónde estaba la San Marcos con la que yo había soñado desde los primeros años de
mi adolescencia? Y ¿dónde el mundo arcádico que dejé precisamente para encontrarme
aquí con ella? Posiblemente, tratando de responder estas preguntas, es que escribí por
esos años mi primer libro de poesía Polvo de los caminos, que Esteban Quiroz publicó, asu-
miendo todos los costos, en su sello Lluvia Editores en 1991.