Page 86 - En el corazón del bosque
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19. Amanecer
En las semanas siguientes a la visita de Noah a la feria, su madre continuó
enferma, y una noche, cuando su padre volvió a casa después de haberse
marchado juntos a la ciudad, ni siquiera regresó con él.
—Tu madre estará de vuelta mañana —dijo el padre, que parecía muy
cansado y más preocupado por las respuestas que iba a darle a su hijo que por
decirle simplemente la verdad.
—¿Mañana? —repitió Noah, sorprendido—. Pero ¿por qué? ¿Dónde va a
quedarse esta noche?
—En la ciudad. Con unos amigos.
—Pero si ella no tiene amigos en la ciudad —protestó Noah, que había oído
decir muchas veces a su madre que desearía conocer a más gente allí y así tener
motivos para ir a comer los sábados.
—Bueno, no son amigos exactamente —admitió el padre—. Mira, es difícil
de explicar. Lo importante es que ella estará en casa mañana y esta noche sólo
estamos tú y yo. Podemos jugar al fútbol si quieres.
Noah negó con la cabeza y se fue a su habitación. No quería jugar al fútbol.
Quería que le dijeran la verdad.
La mañana siguiente, su madre tampoco estaba en casa. Noah tenía planeado
empezar ese día la lectura de su libro número quince. Lo sacó de la estantería y
lo abrió por la primera página, pero no logró concentrarse en la historia. Había
alguien llamado caballero Trelawney y otro hombre que se llamaba doctor
Livesey y una taberna, la Almirante Benbow, y todos empezaron a
emborronarse y confundirse, no porque el libro no fuese bueno, sino porque a
Noah le resultaba imposible concentrarse. Lo dejó y fue al piso de abajo a
preguntarle a su padre qué pasaba.
—Dijiste que volvería hoy —protestó, y su padre lo miró abriendo y
cerrando la boca como un pez.
—Te dije que volvería mañana —contestó.
—Sí, pero eso fue ayer, así que hoy es mañana.
—Por favor, Noah, ¿cómo va a ser hoy mañana?
El niño sintió una oleada de rabia. Nunca había sentido nada parecido. Era
como un huracán de ira, que empezaba en la boca del estómago y se enroscaba
y retorcía, recogiendo pizcas de furia y mal genio, para ascender por el centro
de su cuerpo y brotar por fin de su boca en un torrente de indignación.
—¡Tengo ocho años! —exclamó, y rompió a llorar—. Ya no tengo cinco, seis
ni siete. ¡Quiero saber qué está pasando!
Pero no esperó una respuesta, sino que subió hecho una furia a su habitación,
cerró la puerta y se dejó caer en la cama. Unos minutos después, se negó a abrir
cuando su padre llamó y le dijo que no se preocupara, que su madre no tardaría