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humildad, lloré ante ella, me acusé de ser un monstruo cruel, injusto y vengativo. Y

                    eso duró mientras ella mostró algún resto de desconsucio, pero apenas se calmó y
                    comenzó a sonreír con felicidad,  empezó  a parecerme poco natural que  ella no

                    siguiera triste:  podía tranquilizarse, pero era  sumamente  sospechoso  que  se
                    entregase a la alegría después de haberle gritado una palabra semejante y comenzó
                    a parecerme que cualquier mujer debe sentirse humillada al ser calificada así, hasta

                    las propias prostitutas, pero ninguna mujer podría volver tan pronto a la alegría, a
                    menos de haber cierta verdad en aquella calificación.

                       Escenas semejantes se repetían casi todos los días. A veces terminaban en una
                    calma relativa y salíamos a caminar por la Plaza Francia como dos adolescentes

                    enamorados. Pero  esos momentos  de ternura se fueron haciendo  más raros y
                    cortos, como inestables momentos de sol en un cielo cada vez más tempestuoso y

                    sombrío. Mis dudas y mis interrogatorios fueron envolviéndolo todo, como una liana
                    que  fuera  enredando y ahogando los árboles de un parque  en una monstruosa
                    trama.









                                                           XVIII






                    MIS INTERROGATORIOS, cada día más frecuentes y retorcidos, eran a propósito de sus
                    silencios, sus miradas, sus palabras perdidas, algún viaje a la estancia, sus amores.

                    Una vez le pregunté por qué se hacía llamar "señorita Iribarne", en vez de "señora
                    de Allende". Sonrió y me dijo:

                       —¡Qué niño sos! ¿Qué importancia puede tener eso?
                       —Para mí tiene mucha importancia —respondí examinando sus ojos.
                       —Es una costumbre de familia —me respondió, abandonando la sonrisa.

                       —Sin embargo —aduje—, la primera vez que hablé a tu casa y pregunté por la
                    "señorita Iribarne" la mucama vaciló un instante antes de responderme.

                       —Te habrá parecido.

                                                                                      Ernesto Sábato  47
                                                                                              El tunel
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