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—Pero me parece que para conversaciones de ese tipo no  hay necesidad  de

                    esconderse.
                       —¡ Y quién te autoriza a decir que yo me escondo! —respondió con violencia.

                       —No  te excites.  Vos  misma me has  hablado en  una oportunidad de  un tal
                    Richard, que no era ni primo, ni amigo de la familia, ni tu madre.
                       María quedó muy abatida.

                       —Pobre Richard —comentó dulcemente.
                       —¿Por qué pobre?

                       —Sabes bien que se suicidó y que en cierto modo yo tengo algo de culpa. Me
                    escribía canas terribles, pero nunca pude hacer nada por él. Pobre, pobre Richard.

                       —Me gustaría que me mostrases alguna de esas cartas.
                       —¿Para qué, si ya ha muerto?

                       —No importa, me gustaría lo mismo.
                       —Las quemé todas.
                       —Podías haber dicho de entrada que las habías quemado. En cambio me dijiste

                    "¿para qué, si ya ha muerto?" Siempre lo mismo. Además ¿por qué las quemaste, si
                    es que verdaderamente lo has hecho? La otra vez me confesaste que guardas todas

                    tus cartas de amor. Las cartas de ese Richard debían de ser muy comprometedoras
                    para que hayas hecho eso. ¿ O no?

                       —No las quemé porque fueran comprometedoras, sino porque eran tristes. Me
                    deprimían.

                       —¿Por qué te deprimían?
                       —No sé... Richard era un hombre depresivo. Se parecía mucho a vos.
                       —¿Estuviste enamorada de él?

                       —Por favor...
                       —¿Por favor qué?

                       —Pero no, Juan Pablo. Tenés cada idea...
                       —No veo que sea descabellada. Se enamora, te escribe cartas tan tremendas
                    que juzgas mejor quemarlas, se suicida y pensás que mi idea es descabellada. ¿Por

                    qué?
                       —Porque a pesar de todo nunca estuve enamorada de él.

                       —¿Porqué no?
                       —No sé, verdaderamente. Quizá porque no era mi tipo.

                       —Dijiste que se parecía a mí.
                                                                                      Ernesto Sábato  49
                                                                                              El tunel
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