Page 114 - Frankenstein
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––Pobre William. Aquella adorable criatura
duerme ahora junto a su madre. Sus amigos lo
lloramos y estamos de luto, pero él descansa en
paz. Ya no siente la presión de la mano asesina;
el césped cubre su dulce cuerpo y ya no puede
sufrir. Ya no se le puede compadecer. Los su-
pervivientes somos los que más sufrimos, y
para nosotros el tiempo es el único consuelo.
No debemos esgrimir aquellas máximas de los
estoicos de que la muerte no es un mal y que el
hombre debe estar por encima de la desespera-
ción ante la ausencia eterna del objeto amado.
Incluso Catón lloró ante el cadáver de su her-
mano.
Así hablaba Clerval mientras cruzábamos las
calles. Las palabras se me quedaron grabadas, y
más tarde las recordé en mi soledad. En cuanto
llegaron los caballos, subí a la calesa, y me des-
pedí de mi amigo.
El viaje fue triste. Al principio iba con prisa,
pues estaba impaciente por consolar a los míos;
pero á medida que nos acercábamos a mi ciu-