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Y se vieron en un barco, en mitad del océano. El agua salpicaba y entraba en la borda. Al tratar de
atraparla, las manos de la joven quedaron relucientes y con sabor a agua salada.
—Este barco nos llevará a la isla de Ouessant.
La embarcación se aproximó a la isla. Cloe se asombró a ver los afilados acantilados y los numerosos
faros que rodeaban la isla. A lo lejos, atisbó algunas casas de piedra de un estilo muy distinto a las de
antes.
—¡Lo que pueden impresionar unas piedras! —exclamó Cloe al pasar cerca del acantilado.
—Si deseas contemplar piedras alucinantes, espera y verás.
Y, de repente, se encontró rodeada de inmensas piedras, dispuestas en filas ordenadas, como si
participaran en un desfile importante y hubiesen ensayado durante meses.
—¿Te gustan los menhires de Carnac? Estas piedras fueron colocadas aquí por la gente de la
prehistoria.
—¡Eso sí que fue hace siglos! ¿Y aquella piedra gigantesca al fondo?
—Es el Gigante de Manio. Hay muchas leyendas sobre los menhires. Algunas cuentan que, por la
noche, se bañan en el océano.
A Cloe no le gustó la visión de cientos de piedras gigantescas deambulando por la pradera. Con
François, sabía que cualquier cosa podría ocurrir. Miró al chico y éste comprendió que ya podían partir
de allí.
Por el camino vieron unos jabalíes, que removían la tierra y masticaban algo amarillo.