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Nueve Mujeres: Liderazgos que Inspiran
  explica cómo salvó con vida y cómo hoy es un feliz padre de dos niños y un exitoso empresario, propietario de tres compañías. Y lo más importante: cómo se libró de las peores secuelas.
Los hechos ocurrieron el 15 de enero de 2003. Carlos Alberto Martínez Alvear, de 25 años en aquel entonces, practicaba motocross, como siempre lo hacía, en el sector de Geoexpediciones de Las Vizcachas, cuando, de manera inexplicable, perdió el equilibrio y se azotó la cabeza en el suelo, al punto que tuvo que ser trasladado en un helicóptero de la Prefectura Aeropolicial a la Clínica Alemana, donde permaneció totalmente inconsciente por más de 30 días.
Si bien Soledad Alvear había asumido la cartera de Relaciones Exteriores hacía tres años, en el instante del accidente enfrentaba uno de los momentos más críticos de su trayectoria profesional, porque terminaba de negociar el intrincado Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos y, al mismo tiempo, representaba en la Organización de Naciones Unidas, (ONU) a uno de los países que rechazaba la intervención norteamericana en Irak.
Una vez más la vida la enfrentaba a una feroz encrucijada. Para no descuidar ninguno de los dos frentes, decidió trasladar su despacho al centro asistencial y desde allí seguir con sus tareas, mientras se prolongaba la peor parte de la enfermedad de su hijo.
“Nunca llegué a plantearme seriamente la posibilidad de renunciar al cargo, porque tenía un deber con mi patria, y eso para mí es muy importante, pero jamás habría abandonado a mi hijo, de modo que decidí combinar ambas cosas. Pero debo decir que, visto en retrospectiva, esto fue lejos lo peor que me ha sucedido en toda mi vida”, señala Soledad Alvear, esta mujer de aspecto suave y delicado, pero de tremenda solidez interna, tres veces ministra de Estado, presidenta de su Partido, la Democracia Cristiana, senadora, precandidata presidencial, y hoy día, retirada de manera parcial de la vida pública, convertida por elección propia en lo que ella denomina como la “voz de los sin voz”, con sus voluntariados en diversas organizaciones a favor de los niños no nacidos, los más vulnerables de la sociedad, con énfasis en los adultos mayores.
“Yo sufrí mucho con la muerte de mi mamá y, especialmente con el fallecimiento de mi padre, Ernesto Alvear, a quien adoré por sobre todas las cosas, pero esto de mi hijo fue superior a todos los dolores de mi vida. Viví un horror, porque veía que se apagaba cada día más, que estaba a punto de perderlo y yo nada podía hacer, más que rezar y acompañarlo. No sé de dónde saqué fuerzas para dividirme como lo hacía; no sé cómo se me ocurrían soluciones para hacer frente a ambas situaciones. Miro hacia atrás y creo que hoy día, simplemente, no podría hacerlo. Pero Dios es grande, me escuchó y también escuchó las miles de cadenas de oraciones que se hicieron en favor de mi hijo”.
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