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Nueve Mujeres: Liderazgos que Inspiran
“Mi papá nunca más volvió a ver a su padre hasta que fue adulto; nunca lo visitó, ni supo de él. Pasó vacaciones, Pascuas, Años Nuevos siempre solo. Nunca tuvo cumpleaños; nunca, regalos; nunca, afecto. Lo resistió todo y pese a ese abandono fue muy generoso, porque ya mayor perdonó a su papá. Salió del colegio a los 17 años y se puso a trabajar de bodeguero por las noches en la Papelera en Puente Alto, un cargo muy modesto, pero el único que le permitía estudiar periodismo de día. Mi padre pudo haberse perdido para siempre en la vida, sin embargo tuvo el valor, el coraje de autoformarse, al punto que en pocos años llegó a ser Gerente de Recursos Humanos de la Papelera, hasta el día en que murió. Nunca enfrentó una huelga, el personal lo adoraba. Siempre recuerdo la cantidad de ahijados que tuvo”, comenta Soledad Alvear con mucha emoción.
Para ella fue “un hombre brillante y de gran corazón”. Ernesto Alvear jamás habló mal de su progenitor. “Mi padre era tan feliz con su familia que nunca se quejó; era un hombre amoroso que regalaba todo lo que no tuvo, afecto, consideración, preocupación, simpatía. Tarde me di cuenta de lo mucho que sufrió en su infancia. Recién vine a comprenderlo cuando fui ministra de Justicia y visité los hogares del Servicio Nacional de Menores. Era tremendamente ingenioso y sensible. Mi papá tenía un gran sentido de solidaridad: cuando venían esos temporales horribles, el primero que salía a ayudar al vecindario era él y junto a él, yo y mis dos otras hermanas para que viviéramos en carne propia lo que era ir en ayuda del resto. Tenía verdadero amor a la patria, tanto que para los 18 de septiembre izábamos la bandera nacional con la mano en el corazón y cantábamos el himno nacional. Los valores de mi padre, de quien yo era la regalona, me marcaron a fuego: la búsqueda del bien común, la austeridad, el sentido de responsabilidad, de superación. Cuando llegaba del colegio con un 6,5 me decía: Usted puede mejorar...y me obligaba a perseguir el 7 en el colegio”.
Por otra parte, su madre era la hija de un juez, una mujer brillante, aunque frustrada, porque siempre quiso ser abogada y, por los prejuicios de la época su padre no la dejó ingresar a la universidad, pese a que fue la pasión de toda una vida. Para reemplazar la falta de estudios superiores, terminado el colegio siguió aprendiendo por su cuenta idiomas, literatura. Fue una lectora impenitente que contagió ese hábito a sus tres hijas y que a diferencia de muchas mujeres de su época, trabajó hasta que nació Soledad. “Mi mamá tenía una inteligencia superior; ella se desempeñaba en un banco y sumaba de puro mirar; recuerdo que habían sumas eternas y ella recorría los números con los ojos y decía la cifra exacta, increíble. Habría sido una profesional sobresaliente...”.
Para ella su abuela materna era de otro mundo, literalmente. María Teresa o la “Ichi”, como le decían alguno de sus nietos, fue “una señora alta, distinguida, de madre francesa, que se creía aristócrata y que nunca hizo nada. La madre de su abuela había enviudado y se vino a Chile donde se volvió a casar.Mi
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