Page 120 - El Misterio de Salem's Lot
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le ayudó precisamente a sentirse mejor.
               —Eso es talento —declaró Burke.
               —¿Cómo dices?

               —Que lo has expresado exactamente. La casa de los Marsten nos vigila a todos
           desde hace casi cincuenta años, sabe todos nuestros pecadillos, pecados y mentiras.
           Como un ídolo.

               —Tal vez sea lo bueno, al mismo tiempo.
               —No  es  mucho  el  bien  que  puede  haber  en  un  pueblo  pequeño  y  sedentario.
           Como mucho, indiferencia condimentada con algún mal cometido sin querer o, lo que

           es  más  grave,  con  algún  mal  hecho  conscientemente.  Creo  que  Thomas  Wolfe
           escribió varios kilos de papel para explicarlo.
               —No me habías parecido un cínico.

               —Eres tú quien lo dice, no yo. —Sonrió y bebió un sorbo de cerveza.
               El grupo de músicos se apartaba de la barra en ese momento. Resplandecían con

           sus camisas rojas brillantes, sus chalecos y pañuelos. El solista tomó la guitarra y
           empezó a afinarla.
               —Sea como fuere, no has respondido a mi pregunta. ¿Tu nuevo libro se refiere a
           la casa de los Marsten?

               —En cierto modo, supongo que sí.
               —Te estoy sonsacando. Perdona.

               —No  tiene  importancia  —le  aseguró  Ben,  pensando  en  Susan,  y  sintiéndose
           incómodo—. No me explico qué le pasa a Weasel. Hace mucho rato que se fue.
               —¿Puedo  pedirte  un  favor  muy  grande?  Si  me  lo  niegas,  lo  entenderé
           perfectamente.

               —Por supuesto, adelante —le animó Ben.
               —Tengo una clase de literatura creativa. Son chicos inteligentes, la mayoría de

           los grados superiores, y me gustaría presentarles a alguien que se gana la vida con las
           palabras.  Alguien  que...  ¿cómo  diríamos.,  que  ha  tomado  el  verbo  y  lo  ha  hecho
           carne?
               —Pues a mí también me encantaría —respondió Ben, halagado—. ¿Cuánto duran

           tus clases?
               —Cincuenta minutos.

               —Bueno, creo que en ese tiempo no llegaré a aburrirles demasiado.
               —Oh, para mí es fantástico que sólo sean cincuenta minutos, pero estoy seguro de
           que tú no les aburrirías en absoluto. ¿La semana próxima?

               —Cómo no. ¿Qué día y a qué hora?
               —¿El martes en la cuarta hora? Es de once a doce menos diez. No te recibirán
           con aplausos, pero sospecho que oirás ruidos en muchos estómagos.

               —Me llevaré algodón para los oídos.




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