Page 124 - El Misterio de Salem's Lot
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SOLAR (II)




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               El otoño y la primavera llegaban a Jerusalem's Lot de manera tan súbita como el
           sol se levanta o se pone en los trópicos. La línea de demarcación podía no ser más
           que un día. Pero la primavera no es la mejor estación en Nueva Inglaterra: demasiado

           breve,  incierta  y  susceptible  de  desbordarse  repentinamente.  Aun  así,  hay  días  de
           abril que permanecen en el recuerdo mucho después que uno ha olvidado las caricias
           de la esposa, o el contacto de la boca del bebé en el pezón. Pero a mediados de mayo,

           el  sol  se  eleva  entre  la  bruma  matinal  con  potencia,  y  al  salir  a  los  escalones  del
           porche a las siete de la mañana, con la fiambrera en la mano, uno sabe que para las
           ocho  ya  habrá  desaparecido  el  rocío  de  la  hierba,  y  que  el  polvo  de  los  caminos

           secundarios quedará inmóvil, suspendido en el aire, durante cinco minutos después
           que haya pasado un coche; y que a la una de la tarde habrá treinta y cinco grados en
           el tercer piso del aserradero, y el sudor le correrá a uno por los brazos como si fuera

           aceite y la camisa se le pegará cada vez más a la espalda, como si estuviéramos en
           pleno julio.
               El  otoño,  cuando  llega  desalojando  al  pérfido  verano,  lo  hace  algún  día  de

           mediados de septiembre, se queda un tiempo, como un viejo amigo a quien uno ha
           echado  de  menos.  Se  instala,  como  un  viejo  amigo  se  instalaría  en  nuestra  silla
           favorita, para sacar la pipa y encenderla y después colmar la tarde de relatos de los

           lugares donde ha estado y de las cosas que ha hecho desde la última vez que nos
           vimos.
               Se queda durante todo octubre, y algunos años parte de noviembre. Día tras día, el

           cielo es de un azul duro y transparente, y las nubes que lo atraviesan, siempre de
           oeste a este, son calmos navíos blancos con las quillas grises. El viento empieza a

           soplar durante el día y no se aquieta. Lo obliga a uno a apresurarse cuando anda por
           las calles, haciendo crujir las hojas caídas que forman una alfombra abirragada. El
           viento hace que a uno le duela algo más hondo que los huesos. Tal vez sea que toca
           algo muy antiguo del alma humana, una cuerda de la memoria de la especie, que tañe:

           «Emigrar o morir... Emigrar o morir.» Aunque uno esté en su casa, el viento azota la
           madera y el cristal, golpea con descarnada angustia los aleros y, tarde o temprano,

           uno  tiene  que  dejar  lo  que  estaba  haciendo  para  ir  fuera  a  mirar.  Y  uno  puede
           quedarse en la escalinata o en la puerta, mediada la tarde, a mirar cómo las sombras
           de  las  nubes  corren  a  través  del  campo  de  Griffen  y  suben  por  Schoolyard  Hill,
           oscuras y claras, como si los dioses estuvieran abriendo y cerrando los postigos. Y se

           puede ver cómo las representantes más tenaces y bellas de toda la flora de Nueva



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