Page 19 - La iglesia
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                    —He pasado de llamarle —confesó Maite—. Lo último que necesitamos
               es un cura entusiasmado dando por culo mientras tomamos medidas, hacemos
               fotos y evaluamos patologías. A todo esto, ¿has traído las artes de matar?
                    Juan Antonio palmeó el maletín que reposaba en su regazo.
                    —Aquí están. Tú te encargas de las fotos, ¿ok?

                    —Ok. No existen planos, así que partimos de cero.
                    El  coche  remontó  la  cuesta  del  Recinto  en  segunda  sin  protestar
               demasiado. La Bahía Sur, a la derecha, se veía calma y celeste, salpicada aquí
               y  allá  de  barcos  que  la  distancia  convertía  en  juguetes.  La  costa  se  perdía

               hacia  el  horizonte,  fundiéndose  con  Marruecos.  Más  allá,  el  infinito.  Las
               playas, desiertas en febrero, aguardaban con paciencia el calor y los bañistas.
                    Maite puso el intermitente y bajó por una calle empinada que pronto dejó
               de  tener  vida  a  izquierda  y  derecha.  Solares  cargados  de  escombros  y

               cuarteles abandonados sustituyeron a los edificios habitados, transformando el
               paisaje en una ciudad fantasma de cristales rotos, maderas quebradas, muros
               despintados y grafitis cuya pésima calidad artística competía con el mal gusto
               de  sus  mensajes.  Las  únicas  formas  de  vida  que  avistaron  desde  el  coche

               fueron un gato callejero que tomaba el sol en lo alto de un muro derruido y
               una pareja ataviada con ropa deportiva que se dirigía a dar la vuelta al Monte
               Hacho, una de las rutas más bellas de Ceuta para dar un paseo o hacer footing.
                    —Ni  te  imaginas  cómo  va  a  quedar  esto  —⁠comentó  Maite,
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               entusiasmada—. ¿Has visto el proyecto?
                    —Aún no. La presidenta me lo iba a enseñar el otro día, pero al final le
               surgió un imprevisto y no lo hizo.
                    —No está acabado del todo, pero promete: trescientas cuarenta viviendas,

               un súper, locales comerciales, una plaza, zonas verdes… Este barrio volverá a
               tener vida.
                    —Eso  espero,  porque  ahora  mismo  solo  le  falta  un  matojo  rodante,  de
               esos del oeste.

                    Maite detuvo el coche en un aparcamiento asfaltado ocupado tan solo por
               una motocicleta de baja cilindrada y un Renault 5 antediluviano que, a pesar
               de tener veinte años más que el Córdoba de Maite, parecía mucho más nuevo.
               A pocos metros del aparcamiento, rodeada por una verja culminada en puntas

               de  lanza,  se  elevaba  la  Iglesia  de  San  Jorge.  Bajaron  del  coche  y
               contemplaron el templo por fuera. Sobre el portalón de entrada, una imagen
               pétrea  de  una  virgen  no  identificada  les  daba  la  bienvenida  con  los  brazos
               abiertos. El aparejador se adelantó hacia la verja esgrimiendo el manojo de







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