Page 15 - La iglesia
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en partidas de dos jugadores.

                    —State of decay. Acaba de salir, me lo ha prestado Josemi.
                    En la pantalla, un zombi a cuatro patas acababa de ser rematado de un
               certero golpe en la cabeza. Trozos de cerebro por todas partes. A tomar por
               culo.

                    —Tiene buena pinta —reconoció Juan Antonio⁠—. ¿Qué tal el examen de
               mates?
                    —Chupao. —Carlos le lanzó a su padre una segunda mirada de soslayo,
                                         ⁠
               esta de autosuficiencia—. Nueve y medio.
                    Juan  Antonio  le  mostró  el  pulgar  en  señal  de  triunfo.  Carlos  dio  un
               respingo: un par de zombis acababan de sorprenderle irrumpiendo a través de
               una ventana.
                    —Enhorabuena, Little Einstein, te dejo con tu masacre. —⁠Juan Antonio
                                               ⁠
               consultó su reloj de pulsera—. Son casi las tres y cuarto, así que no te enrolles
               demasiado con eso. La paella está casi lista.
                    —Tranqui, ahora salvo la partida.
                    Juan  Antonio  encontró  a  Marta  encendiéndose  un  cigarrillo  mientras  el

               arroz  reposaba  en  la  encimera.  Era  una  mujer  atractiva,  de  facciones  no
               demasiado  hermosas  pero  sí  interesantes.  Ojos  inteligentes  y  melena  corta,
               muy parecida a la de su hija Marisol. Su cuerpo delgado había resistido de
               forma gloriosa dos partos y treinta y ocho años de vida. Cruzaron una sonrisa

               cómplice que también había aguantado con solidez hercúlea diecisiete años de
               matrimonio más dos de noviazgo.
                    —¿Vas a contarme qué ha pasado esta mañana en la oficina?
                    Él  se  tomó  un  par  de  segundos  para  oler  el  aroma  del  arroz  antes  de

               responderle.
                    —Nada que justifique pegarme un tiro en la cabeza. Felipe está de baja y
               me ha caído de rebote el proyecto de rehabilitación de la Iglesia de San Jorge.
                    Marta  no  pudo  reprimir  una  carcajada  que  Juan  Antonio  encajó  con

               estoicismo. Conocía a su marido desde el instituto, y solo le había visto entrar
               en una iglesia en cuatro ocasiones: el día que se casaron, cuando bautizaron a
               sus hijos y en la comunión de Carlos. De hecho, cuando le invitaban a una
               boda esperaba fuera, refugiado en el bar más cercano. Se declaraba ateo, pero

                                                                    ⁠
               como  decía  Hortensia  —⁠la  madre  de  Marta—,  era  un  ateo  no  practicante:
               Había accedido a casarse por la iglesia y no había puesto pegas para que sus
               hijos recibieran los sacramentos. Dios y la religión se la traían floja, pero él
               no  discutía  del  tema  con  nadie.  Para  Juan  Antonio  Rodero  Lima,  todo  se

               reducía a un folclore aburrido y pasado de moda. Jamás entendió la pasión




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